Al día siguiente, la multitud que se había quedado en la otra orilla del lago se dio cuenta de que los discípulos habían tomado la única barca y que Jesús no había ido con ellos. Varias barcas de Tiberias arribaron cerca del lugar donde el Señor había bendecido el pan y la gente había comido. Cuando la multitud vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, subieron a las barcas y cruzaron el lago hasta Capernaúm para ir en busca de Jesús. Lo encontraron al otro lado del lago y le preguntaron:
—Rabí, ¿cuándo llegaste acá?
Jesús les contestó:
—Les digo la verdad, ustedes quieren estar conmigo porque les di de comer, no porque hayan entendido las señales milagrosas. No se preocupen tanto por las cosas que se echan a perder, tal como la comida. Pongan su energía en buscar la vida eterna que puede darles el Hijo del Hombre. Pues Dios Padre me ha dado su sello de aprobación.
—Nosotros también queremos realizar las obras de Dios —contestaron ellos—. ¿Qué debemos hacer?
Jesús les dijo:
—La única obra que Dios quiere que hagan es que crean en quien él ha enviado.
—Si quieres que creamos en ti —le respondieron—, muéstranos una señal milagrosa. ¿Qué puedes hacer? Después de todo, ¡nuestros antepasados comieron maná mientras andaban por el desierto! Las Escrituras dicen: “Moisés les dio de comer pan del cielo”.
Jesús les respondió:
—Les digo la verdad, no fue Moisés quien les dio el pan del cielo, fue mi Padre. Y ahora él les ofrece el verdadero pan del cielo, pues el verdadero pan de Dios es el que desciende del cielo y da vida al mundo.
—Señor —le dijeron—, danos ese pan todos los días.
Jesús les respondió:
—Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca volverá a tener hambre; el que cree en mí no tendrá sed jamás. Pero ustedes no han creído en mí, a pesar de que me han visto. Sin embargo, los que el Padre me ha dado vendrán a mí, y jamás los rechazaré. Pues he descendido del cielo para hacer la voluntad de Dios, quien me envió, no para hacer mi propia voluntad. Y la voluntad de Dios es que yo no pierda ni a uno solo de todos los que él me dio, sino que los resucite, en el día final. Pues la voluntad de mi Padre es que todos los que vean a su Hijo y crean en él tengan vida eterna; y yo los resucitaré en el día final.
Entonces la gente comenzó a murmurar en desacuerdo, porque él había dicho: «Yo soy el pan que descendió del cielo». Ellos se decían: «¿Acaso no es este Jesús, el hijo de José? Conocemos a su padre y a su madre. ¿Y ahora cómo puede decir: “Yo descendí del cielo”?».
Jesús les contestó: «Dejen de quejarse por lo que dije. Pues nadie puede venir a mí a menos que me lo traiga el Padre, que me envió, y yo lo resucitaré en el día final. Como dicen las Escrituras: “A todos les enseñará Dios”. Todos los que escuchan al Padre y aprenden de él, vienen a mí. (No es que alguien haya visto al Padre; solamente yo lo he visto, el que Dios envió).
»Les digo la verdad, todo el que cree, tiene vida eterna. ¡Sí, yo soy el pan de vida! Sus antepasados comieron maná en el desierto, pero todos murieron, sin embargo, el que coma el pan del cielo nunca morirá. Yo soy el pan vivo que descendió del cielo. Todo el que coma de este pan vivirá para siempre; y este pan, que ofreceré para que el mundo viva, es mi carne».
Entonces la gente comenzó a discutir entre sí sobre lo que él quería decir. «¿Cómo puede este hombre darnos de comer su carne?», se preguntaban.
Por eso Jesús volvió a decir: «Les digo la verdad, a menos que coman la carne del Hijo del Hombre y beban su sangre, no podrán tener vida eterna en ustedes; pero todo el que coma mi carne y beba mi sangre tendrá vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final. Pues mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Todo el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Yo vivo gracias al Padre viviente que me envió; de igual manera, todo el que se alimente de mí vivirá gracias a mí. Yo soy el pan verdadero que descendió del cielo. El que coma de este pan no morirá —como les pasó a sus antepasados a pesar de haber comido el maná— sino que vivirá para siempre».