En su paso por Galilea, Jesús llegó a Caná, donde había convertido el agua en vino. Cerca de allí, en Capernaúm, había un funcionario de gobierno que tenía un hijo muy enfermo. Cuando supo que Jesús había ido de Judea a Galilea, fue a verlo y le rogó que se dirigiera a Capernaúm para sanar a su hijo, quien estaba al borde de la muerte. Jesús le preguntó: —¿Acaso nunca van a creer en mí a menos que vean señales milagrosas y maravillas? —Señor, por favor —suplicó el funcionario—, ven ahora mismo, antes de que mi hijito se muera. Entonces Jesús le dijo: —Vuelve a tu casa. ¡Tu hijo vivirá! Y el hombre creyó lo que Jesús le dijo y emprendió el regreso a su casa. Mientras el funcionario iba en camino, algunos de sus sirvientes salieron a su encuentro con la noticia de que su hijo estaba vivo y sano. Él les preguntó a qué hora el niño había comenzado a mejorar, y ellos le contestaron: «Ayer, a la una de la tarde, ¡la fiebre de pronto se le fue!». Entonces el padre se dio cuenta de que la sanidad había ocurrido en el mismo instante en que Jesús le había dicho: «Tu hijo vivirá». Y tanto él como todos los de su casa creyeron en Jesús. Esa fue la segunda señal milagrosa que hizo Jesús en Galilea al volver de Judea.
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