Entonces la Palabra se hizo hombre y vino a vivir entre nosotros. Estaba lleno de amor inagotable y fidelidad. Y hemos visto su gloria, la gloria del único Hijo del Padre. Juan dio testimonio de él cuando clamó a las multitudes: «A él me refería yo cuando decía: “Alguien viene después de mí que es muy superior a mí porque existe desde mucho antes que yo”». De su abundancia, todos hemos recibido una bendición inmerecida tras otra. Pues la ley fue dada por medio de Moisés, pero el amor inagotable de Dios y su fidelidad vinieron por medio de Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; pero el Único, que es Dios, está íntimamente ligado al Padre. Él nos ha revelado a Dios. Este fue el testimonio que dio Juan cuando los líderes judíos enviaron sacerdotes y ayudantes del templo desde Jerusalén para preguntarle: —¿Quién eres? Él dijo con toda franqueza: —Yo no soy el Mesías. —Bien. Entonces, ¿quién eres? —preguntaron—. ¿Eres Elías? —No —contestó. —¿Eres el Profeta que estamos esperando? —No. —Entonces, ¿quién eres? Necesitamos alguna respuesta para los que nos enviaron. ¿Qué puedes decirnos de ti mismo? Juan contestó con las palabras del profeta Isaías: «Soy una voz que clama en el desierto: “¡Abran camino para la llegada del SEÑOR!”». Entonces los fariseos que habían sido enviados le preguntaron: —Si no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta, ¿con qué derecho bautizas? Juan les dijo: —Yo bautizo con agua, pero aquí mismo, en medio de la multitud, hay alguien a quien ustedes no reconocen. Aunque su servicio viene después del mío, yo ni siquiera soy digno de ser su esclavo, ni de desatar las correas de sus sandalias. Ese encuentro ocurrió en Betania, una región situada al oriente del río Jordán, donde Juan estaba bautizando.
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