Esto dice el SEÑOR, el Rey y Redentor de Israel, el SEÑOR de los Ejércitos Celestiales: «Yo soy el Primero y el Último; no hay otro Dios. ¿Quién es como yo? Que se presente y les demuestre su poder; que haga lo que yo he hecho desde tiempos antiguos cuando establecí a un pueblo y expliqué su futuro. No tiemblen; no tengan miedo. ¿Acaso no proclamé mis propósitos para ustedes hace mucho tiempo? Ustedes son mis testigos: ¿hay algún otro Dios? ¡No! No hay otra Roca, ni una sola». ¡Qué necios son los que fabrican ídolos! Esos objetos tan apreciados, en realidad, no valen nada. Los que adoran ídolos no saben esto, así que todos terminan avergonzados. ¿Quién sino un tonto se haría su propio dios, un ídolo que no puede ayudarlo en nada? Los que rinden culto a ídolos caerán en la deshonra junto con todos esos artesanos —simples humanos— que se declaran capaces de fabricar un dios. Tal vez unan sus fuerzas, pero estarán unidos en el terror y la vergüenza. El herrero se ubica frente a su fragua para hacer una herramienta afilada, martillándola y dándole forma con todas sus fuerzas. Su trabajo le da hambre y se siente débil; le da sed y se siente desmayar. Después el tallador mide un bloque de madera y sobre él traza un diseño. Trabaja con el cincel y el cepillo y lo talla formando una figura humana. Le da belleza humana y lo pone en un pequeño santuario. Corta cedros; escoge cipreses y robles; planta pinos en el bosque para que la lluvia los alimente. Luego usa parte de la madera para hacer fuego, y con esto se calienta y hornea su pan. Después, aunque parezca increíble, toma lo que queda y se hace un dios para rendirle culto; hace un ídolo y se inclina ante él. Quema parte del árbol para asar la carne y para darse calor. Dice: «Ah, ¡qué bien se siente uno con este fuego!». Luego toma lo que queda y hace su dios: ¡un ídolo tallado! Cae de rodillas ante el ídolo, le rinde culto y le reza. «¡Rescátame! —le dice—. ¡Tú eres mi dios!». ¡Cuánta estupidez y cuánta ignorancia! Tienen los ojos cerrados y no pueden ver; tienen la mente cerrada y no pueden pensar. La persona que hizo el ídolo nunca se detiene a reflexionar: «¡Vaya, es solo un pedazo de madera! Quemé la mitad para tener calor y la usé para cocer el pan y asar la carne. ¿Cómo es posible que lo que queda sea un dios? ¿Acaso debo inclinarme a rendir culto a un pedazo de madera?». El pobre iluso se alimenta de cenizas; confía en algo que no puede ayudarlo en absoluto. Sin embargo, no es capaz de preguntarse: «Este ídolo que tengo en la mano, ¿no será una mentira?».
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