«Preséntate de nuevo al faraón —le ordenó el SEÑOR a Moisés— y dile: “Esto dice el SEÑOR, Dios de los hebreos: ‘Deja ir a mi pueblo para que me adore’. Si continúas reteniéndolo y te niegas a dejarlo salir, la mano del SEÑOR herirá a todos tus animales —caballos, burros, camellos, ganado, ovejas y cabras— con una plaga mortal. Sin embargo, el SEÑOR nuevamente hará una distinción entre los animales de los israelitas y los de los egipcios. ¡No morirá ni un solo animal de Israel! El SEÑOR ya determinó cuándo comenzará la plaga; ha declarado que mañana mismo herirá la tierra”». Así que el SEÑOR hizo tal como había dicho. A la mañana siguiente, todos los animales de los egipcios murieron, pero los israelitas no perdieron ni un solo animal. Entonces el faraón envió a sus funcionarios a investigar, ¡y comprobaron que los israelitas no habían perdido ni uno de sus animales! Pero aun así, el corazón del faraón siguió obstinado, y una vez más se negó a dejar salir al pueblo.
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