Pero poco antes del amanecer, el SEÑOR miró al ejército egipcio desde la columna de fuego y de nube, y causó gran confusión en sus fuerzas de combate. Torció las ruedas de los carros para que les resultara difícil manejarlos. «¡Salgamos de aquí, alejémonos de los israelitas! —gritaban los egipcios—. ¡El SEÑOR está luchando por ellos en contra de Egipto!». Cuando todos los israelitas habían llegado al otro lado, el SEÑOR le dijo a Moisés: «Extiende otra vez tu mano sobre el mar, y las aguas volverán con fuerza y cubrirán a los egipcios, a sus carros y a sus conductores». Entonces, cuando el sol comenzaba a salir, Moisés extendió su mano sobre el mar y las aguas volvieron con fuerza a su estado normal. Los egipcios trataron de escapar, pero el SEÑOR los arrastró al mar. Enseguida las aguas volvieron a su lugar y cubrieron todos los carros y a sus conductores: el ejército completo del faraón. No sobrevivió ni uno de los egipcios que entró al mar para perseguir a los israelitas. En cambio, el pueblo de Israel caminó por en medio del mar sobre tierra seca, mientras las aguas permanecían levantadas como muros a ambos lados. Así es como el SEÑOR aquel día rescató a Israel de las manos de los egipcios. Y los israelitas vieron los cadáveres de los egipcios a la orilla del mar.
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