Sadrac, Mesac y Abed-nego contestaron: —Oh Nabucodonosor, no necesitamos defendernos delante de usted. Si nos arrojan al horno ardiente, el Dios a quien servimos es capaz de salvarnos. Él nos rescatará de su poder, su majestad; pero aunque no lo hiciera, deseamos dejar en claro ante usted que jamás serviremos a sus dioses ni rendiremos culto a la estatua de oro que usted ha levantado. Entonces Nabucodonosor se enfureció tanto con Sadrac, Mesac y Abed-nego que el rostro se le desfiguró a causa de la ira. Mandó calentar el horno siete veces más de lo habitual. Entonces ordenó que algunos de los hombres más fuertes de su ejército ataran a Sadrac, Mesac y Abed-nego y los arrojaran al horno ardiente. Así que los ataron y los arrojaron al horno, totalmente vestidos con sus pantalones, turbantes, túnicas y demás ropas. Ya que el rey, en su enojo, había exigido que el horno estuviera bien caliente, las llamas mataron a los soldados mientras arrojaban dentro a los tres hombres. De esa forma Sadrac, Mesac y Abed-nego, firmemente atados, cayeron a las rugientes llamas.
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