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S. Lucas 9:18-62

S. Lucas 9:18-62 Nueva Versión Internacional - Español (NVI)

Un día Jesús estaba orando a solas; cuando llegaron sus discípulos, preguntó: —¿Quién dice la gente que soy yo? Le respondieron: —Unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías y otros que uno de los antiguos profetas ha resucitado. —Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? —preguntó Jesús. —El Cristo de Dios —afirmó Pedro. Jesús ordenó terminantemente que no dijeran esto a nadie. Y les dijo: —El Hijo del hombre tiene que sufrir muchas cosas y ser rechazado por los líderes religiosos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley. Es necesario que lo maten y que resucite al tercer día. Dirigiéndose a todos, declaró: —Si alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se destruye a sí mismo? Si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras, el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en su gloria y en la gloria del Padre y de los santos ángeles. Además, les aseguro que algunos de los aquí presentes no sufrirán la muerte sin antes haber visto el reino de Dios. Unos ocho días después de decir esto, Jesús, acompañado de Pedro, Juan y Santiago, subió a una montaña a orar. Mientras oraba, su rostro se transformó y su ropa se volvió blanca y radiante. Y aparecieron dos personajes —Moisés y Elías—, que conversaban con Jesús. Tenían un aspecto glorioso, y hablaban de la partida de Jesús, que él iba a cumplir en Jerusalén. Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño, pero cuando se despabilaron, vieron su gloria y a los dos personajes que estaban con él. Mientras estos se apartaban de Jesús, Pedro, sin saber lo que estaba diciendo, propuso: —Maestro, ¡qué bien que estemos aquí! Podemos levantar tres albergues: uno para ti, otro para Moisés y otro para Elías. Estaba hablando todavía cuando apareció una nube que los envolvió y al entrar en la nube se asustaron. Entonces salió de la nube una voz que dijo: «Este es mi Hijo, mi escogido. ¡Escúchenlo!». Después de oírse la voz, Jesús quedó solo. Los discípulos guardaron esto en secreto y por algún tiempo a nadie contaron nada de lo que habían visto. Al día siguiente, cuando bajaron de la montaña, le salió al encuentro mucha gente. Y un hombre de entre la multitud exclamó: —Maestro, te ruego que atiendas a mi hijo, pues es el único que tengo. Resulta que un espíritu se posesiona de él y de repente el muchacho se pone a gritar; también lo sacude con violencia y hace que eche espumarajos. Cuando lo atormenta, a duras penas lo suelta. Ya rogué a tus discípulos que lo expulsaran, pero no pudieron. —¡Ah, generación incrédula y malvada! —respondió Jesús—. ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes y soportarlos? Trae acá a tu hijo. Estaba acercándose el muchacho cuando el demonio lo derribó con una convulsión. Pero Jesús reprendió al espíritu maligno, sanó al muchacho y se lo devolvió al padre. Y todos se quedaron asombrados de la grandeza de Dios. En medio de tanta admiración por todo lo que hacía, Jesús dijo a sus discípulos: —Presten mucha atención a lo que les voy a decir: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres. Pero ellos no entendían lo que quería decir con esto. Estaba encubierto para que no lo comprendieran y no se atrevían a preguntárselo. Surgió entre los discípulos una discusión sobre quién de ellos sería el más importante. Como Jesús sabía bien lo que pensaban, tomó a un niño y lo puso a su lado. —El que recibe en mi nombre a este niño —dijo—, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió. Porque el que es más pequeño entre todos ustedes, ese es el más importante. —Maestro —dijo Juan—, vimos a un hombre que expulsaba demonios en tu nombre y se lo impedimos, porque no es de los nuestros. —No se lo impidan —respondió Jesús—, porque el que no está contra ustedes está a favor de ustedes. Como se acercaba el tiempo de que fuera llevado al cielo, Jesús se hizo el firme propósito de ir a Jerusalén. Envió por delante mensajeros, que entraron en un pueblo samaritano para prepararle alojamiento; pero allí la gente no quiso recibirlo porque se dirigía a Jerusalén. Cuando los discípulos Santiago y Juan vieron esto, preguntaron: —Señor, ¿quieres que hagamos caer fuego del cielo para que los destruya? Pero Jesús se volvió a ellos y los reprendió. Luego siguieron la jornada a otra aldea. Iban por el camino cuando alguien dijo a Jesús: —Te seguiré adondequiera que vayas. —Las zorras tienen madrigueras y las aves tienen nidos —respondió Jesús—, pero el Hijo del hombre no tiene dónde recostar la cabeza. A otro le dijo: —Sígueme. Él contestó: —Señor, primero déjame ir a enterrar a mi padre. —Deja que los muertos entierren a sus muertos, pero tú ve y proclama el reino de Dios —respondió Jesús. Otro afirmó: —Te seguiré, Señor, pero primero deja despedirme de mi familia. Jesús respondió: —Nadie que mire atrás después de poner la mano en el arado es apto para el reino de Dios.

S. Lucas 9:18-62 Traducción en Lenguaje Actual (TLA)

En una ocasión, Jesús estaba orando solo, y sus discípulos llegaron al lugar donde él estaba. Jesús les preguntó: —¿Qué dice la gente acerca de mí? Los discípulos contestaron: —Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros dicen que eres el profeta Elías; otros dicen que eres alguno de los profetas antiguos, que ha resucitado. Después Jesús les preguntó: —¿Y ustedes qué opinan? ¿Quién soy yo? Pedro contestó: —Tú eres el Mesías que Dios envió. Pero Jesús les ordenó a todos que no le contaran a nadie que él era el Mesías. Jesús también les dijo a sus discípulos: «Yo, el Hijo del hombre, voy a sufrir mucho. Los líderes del país, los sacerdotes principales y los maestros de la Ley me rechazarán y me matarán; pero tres días después resucitaré.» Después Jesús les dijo a todos los que estaban allí: «Si alguno quiere ser mi discípulo, tiene que olvidarse de hacer lo que quiera. Tiene que estar siempre dispuesto a morir y hacer lo que yo mando. Si alguno piensa que su vida es más importante que seguirme, entonces la perderá para siempre. Pero el que prefiera seguirme y elija morir por mí, ese se salvará. De nada sirve que una persona sea dueña de todo el mundo, si al final se destruye a sí misma y se pierde para siempre. »Si alguno se avergüenza de mí y de mis enseñanzas, entonces yo, el Hijo del hombre, me avergonzaré de esa persona cuando venga con todo mi poder, y con el poder de mi Padre y de los santos ángeles. Les aseguro que algunos de ustedes, que están aquí conmigo, no morirán hasta que vean el reino de Dios.» Ocho días después, Jesús llevó a Pedro, a Juan y a Santiago hasta un cerro alto, para orar. Mientras Jesús oraba, su cara cambió de aspecto y su ropa se puso blanca y brillante. De pronto aparecieron Moisés y el profeta Elías, rodeados de una luz hermosa. Los dos hablaban con Jesús acerca de su muerte en Jerusalén, y de su resurrección y partida al cielo. Pedro y los otros dos discípulos estaban muy cansados, pero lograron vencer el sueño y vieron a Jesús rodeado de su gloria, y Moisés y Elías estaban con él. Cuando Moisés y Elías estaban a punto de irse, Pedro le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno que estamos aquí! Si quieres, voy a construir tres enramadas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Pedro estaba hablando sin pensar en lo que decía. Mientras hablaba, una nube bajó y se detuvo encima de todos ellos. Los tres discípulos tuvieron mucho miedo. Luego, desde la nube se oyó una voz que decía: «¡Este es mi Hijo, el Mesías que yo elegí! Ustedes deben obedecerlo.» Después de oír la voz, los discípulos vieron que Jesús se había quedado solo. Y durante algún tiempo no le contaron a nadie lo que habían visto. Al día siguiente, cuando Jesús y sus tres discípulos bajaron del cerro, mucha gente les salió al encuentro. Un hombre que estaba entre esa gente se acercó y le dijo a Jesús: —Maestro, te ruego que ayudes a mi único hijo. De repente un espíritu lo ataca, y lo hace gritar. También lo hace temblar terriblemente y echar espuma por la boca. Cuando por fin deja de atacarlo, el muchacho queda todo maltratado. Le pedí a tus discípulos que sacaran al espíritu, pero no pudieron. Jesús miró a sus seguidores y les dijo: —¿No pueden hacer nada sin mí? ¿Hasta cuándo voy a tener que soportarlos? Ustedes están confundidos y no confían en Dios. Entonces Jesús le dijo al hombre: —Trae a tu hijo. Cuando el muchacho se estaba acercando, el demonio lo atacó, lo tiró al suelo y lo hizo temblar muy fuerte. Entonces Jesús reprendió al demonio, sanó al muchacho y se lo entregó a su padre. Toda la gente estaba asombrada del gran poder de Dios. Mientras la gente seguía asombrada por todo lo que Jesús hacía, él les dijo a sus discípulos: «Pongan mucha atención en lo que voy a decirles. Yo, el Hijo del hombre, seré entregado a mis enemigos.» Los discípulos no entendieron lo que Jesús decía, pues aún no había llegado el momento de comprenderlo. Además, ellos tuvieron miedo de preguntarle qué había querido decir. En cierta ocasión, los discípulos discutían acerca de cuál de ellos era el más importante de todos. Cuando Jesús se dio cuenta de lo que ellos pensaban, llamó a un niño, lo puso junto a él, y les dijo: «Si alguno acepta a un niño como este, me acepta a mí. Y si alguno me acepta a mí, acepta a Dios, que fue quien me envió. El más humilde de todos ustedes es la persona más importante.» Juan, uno de los doce discípulos, le dijo a Jesús: —Maestro, vimos a alguien que usaba tu nombre para echar demonios fuera de la gente. Pero nosotros le dijimos que no lo hiciera, porque él no es parte de nuestro grupo. Pero Jesús le dijo: —No se lo prohíban, porque quien no está en contra de ustedes, realmente está a favor de ustedes. Cuando ya se acercaba el tiempo en que Jesús debía subir al cielo, decidió ir hacia Jerusalén. Envió a unos mensajeros a un pueblo de Samaria para que le buscaran un lugar donde pasar la noche. Pero la gente de esa región no quiso recibir a Jesús, porque sabían que él viajaba a Jerusalén. Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron lo que había pasado, le dijeron a Jesús: «Señor, permítenos orar para que caiga fuego del cielo y destruya a todos los que viven aquí.» Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió. Después, se fueron a otro pueblo. Cuando iban por el camino, alguien le dijo a Jesús: —Te seguiré a cualquier sitio que vayas. Jesús le contestó: —Las zorras tienen sus cuevas, y las aves tienen nidos, pero yo, el Hijo del hombre, no tengo ni siquiera un sitio donde descansar. Después Jesús le dijo a otro: —¡Sígueme! Pero él respondió: —Señor, primero déjame ir a enterrar a mi padre. Jesús le dijo: —Lo importante es que tú vayas ahora mismo a anunciar las buenas noticias del reino de Dios. ¡Deja que los muertos entierren a sus muertos! Luego vino otra persona y le dijo a Jesús: —Señor, quiero seguirte, pero primero déjame ir a despedirme de mi familia. Jesús le dijo

S. Lucas 9:18-62 Reina Valera Contemporánea (RVC)

Un día, mientras Jesús se apartó para orar, les preguntó a los discípulos que estaban con él: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos respondieron: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros más, que eres alguno de los antiguos profetas que ha resucitado. » Entonces les preguntó: «¿Y ustedes, quién dicen que soy?» Y Pedro le respondió: «Tú eres el Cristo de Dios.» Jesús les mandó que de ninguna manera se lo dijeran a nadie. También les dijo: «Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, que sea desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y que muera y resucite al tercer día.» Y a todos les decía: «Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá, y todo el que pierda su vida por causa de mí, la salvará. Porque ¿de qué le sirve a uno ganarse todo el mundo, si se destruye o se pierde a sí mismo? Porque si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras, el Hijo del Hombre se avergonzará de él cuando venga en su gloria, y en la gloria del Padre y de los santos ángeles. Pero en verdad les digo, que algunos de los que están aquí no morirán hasta que vean el reino de Dios.» Como ocho días después de que Jesús dijo esto, subió al monte a orar, y se llevó con él a Pedro, Juan y Jacobo. Y mientras oraba, cambió la apariencia de su rostro, y su vestido se hizo blanco y resplandeciente. Aparecieron entonces dos hombres, y conversaban con él. Eran Moisés y Elías, que rodeados de gloria hablaban de la partida de Jesús, la cual se iba a cumplir en Jerusalén. Pedro y los que estaban con él tenían mucho sueño pero, como se quedaron despiertos, vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban de Jesús, Pedro dijo: «Maestro, ¡qué bueno es para nosotros estar aquí! Vamos a hacer tres cobertizos; uno para ti, otro para Moisés, y otro para Elías.» Pero no sabía lo que decía. Y mientras decía esto, una nube los cubrió, y tuvieron miedo de entrar en la nube. Entonces, desde la nube se oyó una voz que decía: «Este es mi Hijo amado. ¡Escúchenlo!» Cuando la voz cesó, Jesús se encontraba solo. Pero ellos mantuvieron esto en secreto y, durante aquellos días, no le dijeron a nadie lo que habían visto. Al día siguiente, cuando bajaron del monte, una gran multitud les salió al encuentro, y con fuerte voz un hombre de la multitud le dijo: «Maestro, te ruego que veas a mi hijo. ¡Es el único hijo que tengo! Sucede que un espíritu se apodera de él, y de repente lo sacude con violencia, y lo hace gritar y echar espuma por la boca. Cuando lo atormenta, a duras penas lo deja tranquilo. Yo les pedí a tus discípulos que expulsaran al espíritu, pero no pudieron.» Jesús dijo entonces: «¡Ay, gente incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes y soportarlos? ¡Trae acá a tu hijo!» Mientras el muchacho se acercaba, el demonio lo derribó y lo sacudió con violencia, pero Jesús reprendió al espíritu impuro, sanó al muchacho, y se lo entregó a su padre. Y todos se admiraban de la grandeza de Dios. Entre el asombro que causaba todo lo que Jesús hacía, dijo él a sus discípulos: «Pongan mucha atención a estas palabras: El Hijo del Hombre será entregado a los poderes de este mundo.» Pero ellos no las entendieron, pues les estaban veladas para que no las entendieran, y tenían miedo de preguntarle qué querían decir. En cierta ocasión, los discípulos comenzaron a discutir acerca de quién de ellos era el más importante. Cuando Jesús se dio cuenta de lo que estaban pensando, tomó a un niño y, poniéndolo junto a él, les dijo: «Cualquiera que reciba a un niño así en mi nombre, me recibe a mí; y cualquiera que me recibe a mí, recibe al que me envió. Porque el más insignificante entre todos ustedes, es el más grande de ustedes.» Entonces Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, pero se lo prohibimos, porque no anda con nosotros.» Jesús le dijo: «No se lo prohíban, porque el que no está contra nosotros, está a favor de nosotros.» Se acercaba el tiempo en que Jesús había de ser recibido arriba, así que resolvió con firmeza dirigirse a Jerusalén. Envió mensajeros delante de él, y ellos se fueron y entraron en una aldea samaritana para prepararle todo; pero los de allí no lo recibieron porque se dieron cuenta de que su intención era ir a Jerusalén. Al ver esto, sus discípulos Jacobo y Juan dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos que caiga fuego del cielo, como hizo Elías, para que los destruya?» Pero Jesús se volvió y los reprendió. [Y les dijo: «Ustedes no saben de qué espíritu son. Porque el Hijo del Hombre no ha venido a quitarle la vida a nadie, sino a salvársela.»] Y se fueron a otra aldea. Mientras seguían su camino, alguien le dijo: «Señor, yo te seguiré adondequiera que vayas.» Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos tienen nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza.» Y a otro le dijo: «Sígueme.» Aquel le respondió: «Señor, permíteme ir primero a enterrar a mi padre.» Pero Jesús le dijo: «Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú, ve y anuncia el reino de Dios.» Otro también le dijo: «Señor, yo te seguiré; pero antes déjame despedirme de los que están en mi casa.» Jesús le dijo: «Nadie que mire hacia atrás, después de poner la mano en el arado, es apto para el reino de Dios.»

S. Lucas 9:18-62 Biblia Dios Habla Hoy (DHH94I)

Un día en que Jesús estaba orando solo, y sus discípulos estaban con él, les preguntó: —¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos contestaron: —Algunos dicen que eres Juan el Bautista, otros dicen que eres Elías, y otros dicen que eres uno de los antiguos profetas, que ha resucitado. —Y ustedes, ¿quién dicen que soy? —les preguntó. Y Pedro le respondió: —Eres el Mesías de Dios. Pero Jesús les encargó mucho que no dijeran esto a nadie. Y les dijo: —El Hijo del hombre tendrá que sufrir mucho, y será rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la ley. Lo van a matar, pero al tercer día resucitará. Después les dijo a todos: —Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz cada día y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía, la salvará. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si se pierde o se destruye a sí mismo? Pues si alguno se avergüenza de mí y de mi mensaje, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con su gloria y con la gloria de su Padre y de los santos ángeles. Les aseguro que algunos de los que están aquí presentes no morirán sin antes haber visto el reino de Dios. Unos ocho días después de esta conversación, Jesús subió a un cerro a orar, acompañado de Pedro, Santiago y Juan. Mientras oraba, el aspecto de su cara cambió, y su ropa se volvió muy blanca y brillante; y aparecieron dos hombres conversando con él. Eran Moisés y Elías, que estaban rodeados de un resplandor glorioso y hablaban de la partida de Jesús de este mundo, que iba a tener lugar en Jerusalén. Aunque Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Cuando aquellos hombres se separaban ya de Jesús, Pedro le dijo: —Maestro, ¡qué bien que estemos aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Pero Pedro no sabía lo que decía. Mientras hablaba, una nube se posó sobre ellos, y al verse dentro de la nube tuvieron miedo. Entonces de la nube salió una voz, que dijo: «Este es mi Hijo, mi elegido: escúchenlo.» Cuando se escuchó esa voz, Jesús quedó solo. Pero ellos mantuvieron esto en secreto y en aquel tiempo a nadie dijeron nada de lo que habían visto. Al día siguiente, cuando bajaron del cerro, una gran multitud salió al encuentro de Jesús. Y un hombre de entre la gente le dijo con voz fuerte: —Maestro, por favor, mira a mi hijo, que es el único que tengo; un espíritu lo agarra, y hace que grite y que le den ataques y que eche espuma por la boca. Lo maltrata y no lo quiere soltar. He rogado a tus discípulos que le saquen ese espíritu, pero no han podido. Jesús contestó: —¡Oh gente sin fe y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes y soportarlos? Trae acá a tu hijo. Cuando el muchacho se acercaba, el demonio lo tiró al suelo e hizo que le diera otro ataque; pero Jesús reprendió al espíritu impuro, sanó al muchacho y se lo devolvió a su padre. Y todos se quedaron admirados de la grandeza de Dios. Mientras todos se maravillaban de lo que Jesús hacía, él dijo a sus discípulos: —Oigan bien esto y no lo olviden: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres. Pero ellos no entendían lo que les decía, pues todavía no se les había abierto el entendimiento para comprenderlo; además tenían miedo de pedirle a Jesús que se lo explicara. Por entonces los discípulos comenzaron a discutir quién de ellos sería el más importante. Jesús, al darse cuenta de lo que estaban pensando, tomó a un niño, lo puso junto a él y les dijo: —El que recibe a este niño en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe también al que me envió. Por eso, el más insignificante entre todos ustedes, ese es el más importante. Juan le dijo: —Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre; y tratamos de impedírselo, porque no es de los nuestros. Jesús le contestó: —No se lo prohíban, porque el que no está contra nosotros, está a nuestro favor. Cuando ya se acercaba el tiempo en que Jesús había de subir al cielo, emprendió con valor su viaje a Jerusalén. Envió por delante mensajeros, que fueron a una aldea de Samaria para conseguirle alojamiento; pero los samaritanos no quisieron recibirlo, porque se daban cuenta de que se dirigía a Jerusalén. Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron esto, le dijeron: —Señor, ¿quieres que ordenemos que baje fuego del cielo, y que acabe con ellos? Pero Jesús se volvió y los reprendió. Luego se fueron a otra aldea. Mientras iban de camino, un hombre le dijo a Jesús: —Señor, deseo seguirte a dondequiera que vayas. Jesús le contestó: —Las zorras tienen cuevas y las aves tienen nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde recostar la cabeza. Jesús le dijo a otro: —Sígueme. Pero él respondió: —Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre. Jesús le contestó: —Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve y anuncia el reino de Dios. Otro le dijo: —Señor, quiero seguirte, pero primero déjame ir a despedirme de los de mi casa. Jesús le contestó: —El que pone la mano en el arado y sigue mirando atrás, no sirve para el reino de Dios.

S. Lucas 9:18-62 Biblia Reina Valera 1960 (RVR1960)

Aconteció que mientras Jesús oraba aparte, estaban con él los discípulos; y les preguntó, diciendo: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos respondieron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, que algún profeta de los antiguos ha resucitado. Él les dijo: ¿Y vosotros, quién decís que soy? Entonces respondiendo Pedro, dijo: El Cristo de Dios. Pero él les mandó que a nadie dijesen esto, encargándoselo rigurosamente, y diciendo: Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y que sea muerto, y resucite al tercer día. Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, este la salvará. Pues ¿qué aprovecha al hombre, si gana todo el mundo, y se destruye o se pierde a sí mismo? Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras, de este se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles. Pero os digo en verdad, que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta que vean el reino de Dios. Aconteció como ocho días después de estas palabras, que tomó a Pedro, a Juan y a Jacobo, y subió al monte a orar. Y entre tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente. Y he aquí dos varones que hablaban con él, los cuales eran Moisés y Elías; quienes aparecieron rodeados de gloria, y hablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén. Y Pedro y los que estaban con él estaban rendidos de sueño; mas permaneciendo despiertos, vieron la gloria de Jesús, y a los dos varones que estaban con él. Y sucedió que apartándose ellos de él, Pedro dijo a Jesús: Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí; y hagamos tres enramadas, una para ti, una para Moisés, y una para Elías; no sabiendo lo que decía. Mientras él decía esto, vino una nube que los cubrió; y tuvieron temor al entrar en la nube. Y vino una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado; a él oíd. Y cuando cesó la voz, Jesús fue hallado solo; y ellos callaron, y por aquellos días no dijeron nada a nadie de lo que habían visto. Al día siguiente, cuando descendieron del monte, una gran multitud les salió al encuentro. Y he aquí, un hombre de la multitud clamó diciendo: Maestro, te ruego que veas a mi hijo, pues es el único que tengo; y sucede que un espíritu le toma, y de repente da voces, y le sacude con violencia, y le hace echar espuma, y estropeándole, a duras penas se aparta de él. Y rogué a tus discípulos que le echasen fuera, y no pudieron. Respondiendo Jesús, dijo: ¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros, y os he de soportar? Trae acá a tu hijo. Y mientras se acercaba el muchacho, el demonio le derribó y le sacudió con violencia; pero Jesús reprendió al espíritu inmundo, y sanó al muchacho, y se lo devolvió a su padre. Y todos se admiraban de la grandeza de Dios. Y maravillándose todos de todas las cosas que hacía, dijo a sus discípulos: Haced que os penetren bien en los oídos estas palabras; porque acontecerá que el Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres. Mas ellos no entendían estas palabras, pues les estaban veladas para que no las entendiesen; y temían preguntarle sobre esas palabras. Entonces entraron en discusión sobre quién de ellos sería el mayor. Y Jesús, percibiendo los pensamientos de sus corazones, tomó a un niño y lo puso junto a sí, y les dijo: Cualquiera que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y cualquiera que me recibe a mí, recibe al que me envió; porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ese es el más grande. Entonces respondiendo Juan, dijo: Maestro, hemos visto a uno que echaba fuera demonios en tu nombre; y se lo prohibimos, porque no sigue con nosotros. Jesús le dijo: No se lo prohibáis; porque el que no es contra nosotros, por nosotros es. Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de él, los cuales fueron y entraron en una aldea de los samaritanos para hacerle preparativos. Mas no le recibieron, porque su aspecto era como de ir a Jerusalén. Viendo esto sus discípulos Jacobo y Juan, dijeron: Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma? Entonces volviéndose él, los reprendió, diciendo: Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas. Y se fueron a otra aldea. Yendo ellos, uno le dijo en el camino: Señor, te seguiré adondequiera que vayas. Y le dijo Jesús: Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza. Y dijo a otro: Sígueme. Él le dijo: Señor, déjame que primero vaya y entierre a mi padre. Jesús le dijo: Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino de Dios. Entonces también dijo otro: Te seguiré, Señor; pero déjame que me despida primero de los que están en mi casa. Y Jesús le dijo: Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios.

S. Lucas 9:18-62 La Biblia de las Américas (LBLA)

Y mientras Jesús oraba a solas, estaban con Él los discípulos, y les preguntó, diciendo: ¿Quién dicen las multitudes que soy yo? Entonces ellos respondieron, y dijeron: Unos, Juan el Bautista, otros, Elías, y otros, que algún profeta de los antiguos ha resucitado. Y Él les dijo: Y vosotros ¿quién decís que soy yo? Y Pedro respondiendo, dijo: El Cristo de Dios. Pero Él, advirtiéndoles severamente, les mandó que no dijeran esto a nadie, diciendo: El Hijo del Hombre debe padecer mucho, y ser rechazado por los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, y ser muerto, y resucitar al tercer día. Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por causa de mí, ese la salvará. Pues, ¿de qué le sirve a un hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se destruye o se pierde? Porque el que se avergüence de mí y de mis palabras, de este se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria, y la del Padre, y la de los santos ángeles. Pero en verdad os digo que hay algunos de los que están aquí, que no probarán la muerte hasta que vean el reino de Dios. Y como ocho días después de estas palabras, Jesús tomó consigo a Pedro, a Juan y a Jacobo, y subió al monte a orar. Mientras oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su ropa se hizo blanca y resplandeciente. Y he aquí, dos hombres hablaban con Él, los cuales eran Moisés y Elías, quienes apareciendo en gloria, hablaban de la partida de Jesús, que Él estaba a punto de cumplir en Jerusalén. Pedro y sus compañeros habían sido vencidos por el sueño, pero cuando estuvieron bien despiertos, vieron la gloria de Jesús y a los dos varones que estaban con Él. Y sucedió que al retirarse ellos de Él, Pedro dijo a Jesús: Maestro, bueno es que estemos aquí; hagamos tres enramadas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías; no sabiendo lo que decía. Entonces, mientras él decía esto, se formó una nube que los cubrió; y tuvieron temor al entrar en la nube. Y una voz salió de la nube, que decía: Este es mi Hijo, mi Escogido; a Él oíd. Después que la voz se oyó, Jesús fue hallado solo. Ellos se lo callaron, y por aquellos días no contaron a nadie nada de lo que habían visto. Y aconteció que al día siguiente, cuando bajaron del monte, una gran multitud le salió al encuentro. Y he aquí, un hombre de la multitud gritó, diciendo: Maestro, te suplico que veas a mi hijo, pues es el único que tengo, y sucede que un espíritu se apodera de él, y de repente da gritos, y el espíritu le hace caer con convulsiones, echando espumarajos; y magullándole, a duras penas se aparta de él. Entonces rogué a tus discípulos que lo echaran fuera, y no pudieron. Respondiendo Jesús, dijo: ¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros y os he de soportar? Trae acá a tu hijo. Cuando este se acercaba, el demonio lo derribó y lo hizo caer con convulsiones. Pero Jesús reprendió al espíritu inmundo, y sanó al muchacho y se lo devolvió a su padre. Y todos estaban admirados de la grandeza de Dios. M ientras todos se maravillaban de todas las cosas que hacía, Jesús dijo a sus discípulos: Haced que estas palabras penetren en vuestros oídos, porque el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres. Pero ellos no entendían estas palabras, y les estaban veladas para que no las comprendieran; y temían preguntarle acerca de ellas. Y se suscitó una discusión entre ellos, sobre quién de ellos sería el mayor. Entonces Jesús, sabiendo lo que pensaban en sus corazones, tomó a un niño y lo puso a su lado, y les dijo: El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe a aquel que me envió; porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ese es grande. Y respondiendo Juan, dijo: Maestro, vimos a uno echando fuera demonios en tu nombre, y tratamos de impedírselo porque no anda con nosotros. Pero Jesús le dijo: No se lo impidáis; porque el que no está contra vosotros, está con vosotros. Y sucedió que cuando se cumplían los días de su ascensión, Él, con determinación, afirmó su rostro para ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de Él; y ellos fueron y entraron en una aldea de los samaritanos para hacerle preparativos. Pero no le recibieron, porque sabían que había determinado ir a Jerusalén. Al ver esto, sus discípulos Jacobo y Juan, dijeron: Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo y los consuma? Pero Él, volviéndose, los reprendió, y dijo: Vosotros no sabéis de qué espíritu sois, porque el Hijo del Hombre no ha venido para destruir las almas de los hombres, sino para salvarlas. Y se fueron a otra aldea. Y mientras ellos iban por el camino, uno le dijo: Te seguiré adondequiera que vayas. Y Jesús le dijo: Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza. A otro dijo: Sígueme. Pero él dijo: Señor, permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre. Mas Él le dijo: Deja que los muertos entierren a sus muertos; pero tú, ve y anuncia por todas partes el reino de Dios. También otro dijo: Te seguiré, Señor; pero primero permíteme despedirme de los de mi casa. Pero Jesús le dijo: Nadie, que después de poner la mano en el arado mira atrás, es apto para el reino de Dios.

S. Lucas 9:18-62 Nueva Traducción Viviente (NTV)

Cierto día, Jesús se alejó de las multitudes para orar a solas. Solo estaban con él sus discípulos, y les preguntó: —¿Quién dice la gente que soy? —Bueno —contestaron—, algunos dicen Juan el Bautista, otros dicen Elías, y otros dicen que eres uno de los otros antiguos profetas, que volvió de la muerte. Entonces les preguntó: —Y ustedes, ¿quién dicen que soy? Pedro contestó: —¡Tú eres el Mesías enviado por Dios! Jesús les advirtió a sus discípulos que no dijeran a nadie quién era él. —El Hijo del Hombre tendrá que sufrir muchas cosas terribles —les dijo—. Será rechazado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los maestros de la ley religiosa. Lo matarán, pero al tercer día resucitará. Entonces dijo a la multitud: «Si alguno de ustedes quiere ser mi seguidor, tiene que abandonar su propia manera de vivir, tomar su cruz cada día y seguirme. Si tratas de aferrarte a la vida, la perderás, pero si entregas tu vida por mi causa, la salvarás. ¿Y qué beneficio obtienes si ganas el mundo entero, pero te pierdes o destruyes a ti mismo? Si alguien se avergüenza de mí y de mi mensaje, el Hijo del Hombre se avergonzará de esa persona cuando regrese en su gloria y en la gloria del Padre y de los santos ángeles. Les digo la verdad, algunos de los que están aquí ahora no morirán sin antes ver el reino de Dios». Cerca de ocho días después, Jesús llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a una montaña para orar. Y mientras oraba, la apariencia de su rostro se transformó y su ropa se volvió blanca resplandeciente. De repente aparecieron dos hombres, Moisés y Elías, y comenzaron a hablar con Jesús. Se veían llenos de gloria. Y hablaban sobre la partida de Jesús de este mundo, lo cual estaba a punto de cumplirse en Jerusalén. Pedro y los otros se durmieron. Cuando despertaron, vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres de pie junto a él. Cuando Moisés y Elías comenzaron a irse, Pedro, sin saber siquiera lo que decía, exclamó: «Maestro, ¡es maravilloso que estemos aquí! Hagamos tres enramadas como recordatorios: una para ti, una para Moisés y la otra para Elías». Pero no había terminado de hablar cuando una nube los cubrió y, mientras los cubría, se llenaron de miedo. Entonces, desde la nube, una voz dijo: «Este es mi Hijo, mi Elegido. Escúchenlo a él». Cuando la voz terminó de hablar, Jesús estaba allí solo. En aquel tiempo, no le contaron a nadie lo que habían visto. Al día siguiente, después que bajaron del monte, una gran multitud salió al encuentro de Jesús. Un hombre de la multitud le exclamó: —Maestro, te suplico que veas a mi hijo, el único que tengo. Un espíritu maligno sigue apoderándose de él, haciéndolo gritar. Le causa tales convulsiones que echa espuma por la boca; lo sacude violentamente y casi nunca lo deja en paz. Les supliqué a tus discípulos que expulsaran ese espíritu, pero no pudieron hacerlo. —Gente corrupta y sin fe —dijo Jesús—, ¿hasta cuándo tendré que estar con ustedes y soportarlos? Entonces le dijo al hombre: —Tráeme a tu hijo aquí. Cuando el joven se acercó, el demonio lo arrojó al piso y le causó una violenta convulsión; pero Jesús reprendió al espíritu maligno y sanó al muchacho. Después lo devolvió a su padre. El asombro se apoderó de la gente al ver esa majestuosa demostración del poder de Dios. Mientras todos se maravillaban de las cosas que él hacía, Jesús dijo a sus discípulos: «Escúchenme y recuerden lo que digo. El Hijo del Hombre será traicionado y entregado en manos de sus enemigos». Sin embargo, ellos no entendieron lo que quiso decir. El significado de lo que decía estaba oculto de ellos, por eso no pudieron entender y tenían miedo de preguntarle. Entonces los discípulos comenzaron a discutir entre ellos acerca de quién era el más importante. Pero Jesús conocía lo que ellos pensaban, así que trajo a un niño y lo puso a su lado. Luego les dijo: «Todo el que recibe de mi parte a un niño pequeño como este, me recibe a mí; y todo el que me recibe a mí, también recibe al Padre, quien me envió. El más insignificante entre ustedes es el más importante». Juan le dijo a Jesús: —Maestro, vimos a alguien usar tu nombre para expulsar demonios, pero le dijimos que no lo hiciera porque no pertenece a nuestro grupo. Jesús le dijo: —¡No lo detengan! Todo el que no está en contra de ustedes está a su favor. Cuando se acercaba el tiempo de ascender al cielo, Jesús salió con determinación hacia Jerusalén. Envió mensajeros por delante a una aldea de Samaria para que se hicieran los preparativos para su llegada, pero los habitantes de la aldea no recibieron a Jesús porque iba camino a Jerusalén. Cuando Santiago y Juan vieron eso, le dijeron a Jesús: «Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que los consuma?». Entonces Jesús se volvió a ellos y los reprendió. Así que siguieron de largo hacia otro pueblo. Mientras caminaban, alguien le dijo a Jesús: —Te seguiré a cualquier lugar que vayas. Jesús le respondió: —Los zorros tienen cuevas donde vivir y los pájaros tienen nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene ni siquiera un lugar donde recostar la cabeza. Dijo a otro: —Ven, sígueme. El hombre aceptó, pero le dijo: —Señor, deja que primero regrese a casa y entierre a mi padre. Jesús le dijo: —¡Deja que los muertos espirituales entierren a sus propios muertos! Tu deber es ir y predicar acerca del reino de Dios. Otro dijo: —Sí, Señor, te seguiré, pero primero deja que me despida de mi familia. Jesús le dijo: —El que pone la mano en el arado y luego mira atrás no es apto para el reino de Dios.

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