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2 Reyes 4:1-44

2 Reyes 4:1-44 Nueva Versión Internacional - Español (NVI)

La viuda de un miembro de la comunidad de los profetas suplicó a Eliseo: —Mi esposo, su servidor, ha muerto y usted sabe que él era fiel al SEÑOR. Ahora resulta que el hombre con quien estamos endeudados ha venido para llevarse a mis dos hijos como esclavos. —¿Y qué puedo hacer por ti? —preguntó Eliseo—. Dime, ¿qué tienes en casa? —Su servidora no tiene nada en casa —respondió—, excepto un poco de aceite. Eliseo ordenó: —Sal y pide a tus vecinos que te presten sus vasijas; que no sean pocas. Luego entra en la casa con tus hijos y cierra la puerta. Echa aceite en todas las vasijas y, a medida que las llenes, ponlas aparte. Enseguida la mujer dejó a Eliseo y se fue. Luego se encerró con sus hijos y empezó a llenar las vasijas que ellos le pasaban. Cuando ya todas estuvieron llenas, ella pidió a uno de sus hijos que le pasara otra más y él respondió: «Ya no hay». En ese momento se acabó el aceite. La mujer fue y se lo contó al hombre de Dios, quien ordenó: «Ahora ve a vender el aceite y paga tus deudas. Con el dinero que te sobre podrán vivir tú y tus hijos». Un día, cuando Eliseo pasaba por Sunem, cierta mujer de buena posición le insistió que comiera en su casa. Desde entonces, siempre que pasaba por ese pueblo, comía allí. La mujer dijo a su esposo: «Mira, yo estoy segura de que este hombre que siempre nos visita es un santo hombre de Dios. Hagamos un cuarto en la azotea y pongamos allí una cama, una mesa con una silla y una lámpara. De ese modo, cuando nos visite, tendrá un lugar donde quedarse». En cierta ocasión Eliseo llegó, fue a su cuarto y se acostó. Luego dijo a su criado Guiezi: —Llama a la mujer sunamita. El criado así lo hizo y ella se presentó. Entonces Eliseo dijo a Guiezi: —Dile a la señora: “¡Te has tomado muchas molestias por nosotros! ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Quieres que le hable al rey o al comandante del ejército en tu favor?”. Pero ella respondió: —Yo vivo segura en medio de mi pueblo. Eliseo preguntó a Guiezi: —¿Qué puedo hacer por ella? —Bueno —contestó el siervo—, ella no tiene hijos y su esposo ya es anciano. —Llámala —ordenó Eliseo. Guiezi la llamó y ella se detuvo en la puerta. Entonces Eliseo prometió: —El año que viene, por esta fecha, estarás abrazando a un hijo. —¡No, mi señor, hombre de Dios! —exclamó ella—. No engañe usted a su servidora. En efecto, la mujer quedó embarazada. Y al año siguiente, por esa misma fecha, dio a luz un hijo, tal como Eliseo se lo había dicho. El niño creció y un día salió a ver a su padre, que estaba con los segadores. De pronto exclamó: —¡Ay, mi cabeza! ¡Me duele la cabeza! El padre ordenó a un criado: —¡Llévaselo a su madre! El criado lo cargó y se lo llevó a la madre, la cual lo tuvo en sus rodillas hasta el mediodía. A esa hora, el niño murió. Entonces ella subió, lo puso en la cama del hombre de Dios y, cerrando la puerta, salió. Después llamó a su esposo y dijo: —Préstame un criado y una burra; enseguida vuelvo. Voy de prisa a ver al hombre de Dios. —¿Para qué vas a verlo hoy? —preguntó su esposo—. No es día de luna nueva ni sábado. —No importa —respondió ella. Entonces ensilló la burra y ordenó al criado: —¡Anda, vamos! No te detengas hasta que te lo diga. La mujer se puso en marcha y llegó al monte Carmelo, donde estaba Eliseo, el hombre de Dios. Este la vio a lo lejos y dijo a su criado Guiezi: —¡Mira! Ahí viene la sunamita. Corre a recibirla y pregúntale cómo está ella, y cómo están su esposo y el niño. El criado fue y ella respondió que todos estaban bien. Pero luego fue a la montaña y se abrazó a los pies del hombre de Dios. Guiezi se acercó con el propósito de apartarla, pero el hombre de Dios intervino: —¡Déjala! Está muy angustiada. El SEÑOR me ha ocultado lo que pasa; no me ha dicho nada. —Señor mío —reclamó la mujer—, ¿acaso yo le pedí a usted un hijo? ¿No le rogué que no me diera falsas esperanzas? Eliseo ordenó a Guiezi: —Arréglate la ropa, toma mi bastón y ponte en camino. Si te encuentras con alguien, no lo saludes; si alguien te saluda, no le respondas. Y cuando llegues, coloca el bastón sobre la cara del niño. Pero la madre del niño exclamó: —¡Tan cierto como el SEÑOR y usted viven, le aseguro a usted que no lo dejaré solo! Así que Eliseo se levantó y fue con ella. Guiezi, que se había adelantado, llegó y colocó el bastón sobre la cara del niño, pero este no respondió ni dio ninguna señal de vida. Por tanto, Guiezi volvió para encontrarse con Eliseo y le dijo: —El niño no despierta. Cuando Eliseo llegó a la casa, encontró al niño muerto, tendido sobre su cama. Entró al cuarto, cerró la puerta y oró al SEÑOR. Luego subió a la cama y se tendió sobre el niño boca a boca, ojos a ojos y manos a manos, hasta que el cuerpo del niño empezó a entrar en calor. Eliseo se levantó y se puso a caminar de un lado a otro del cuarto y luego volvió a tenderse sobre el niño. Entonces el niño estornudó siete veces y abrió los ojos. Entonces Eliseo dijo a Guiezi: —Llama a la mujer sunamita. Guiezi así lo hizo y, cuando la mujer llegó, Eliseo le dijo: —Puedes llevarte a tu hijo. Ella entró, se arrojó a los pies de Eliseo y se postró rostro en tierra. Entonces tomó a su hijo y salió. Eliseo regresó a Guilgal y se encontró con que en esos días había mucha hambre en el país. Por tanto, se reunió con la comunidad de profetas y ordenó a su criado: «Pon esa olla grande en el fogón y prepara un guisado para los profetas». En eso, uno de ellos salió al campo para recoger hierbas; allí encontró una planta silvestre y arrancó varias frutas hasta llenar su manto. Al regresar, las cortó en pedazos y las echó en el guisado sin saber qué eran. Sirvieron el guisado, pero cuando los hombres empezaron a comerlo, gritaron: —¡Hombre de Dios, esto es veneno! Así que no pudieron comer. Entonces Eliseo ordenó: —Tráiganme harina. Después de echar la harina en la olla, dijo: —Sírvanle a la gente para que coma. Y ya no hubo nada en la olla que les hiciera daño. De Baal Salisá llegó alguien que llevaba para el hombre de Dios pan de los primeros frutos: veinte panes de cebada y espigas de trigo fresco. Eliseo dijo a su criado: —Dale de comer a la gente. —¿Cómo voy a alimentar a cien personas con esto? —respondió el criado. Pero Eliseo insistió: —Dale de comer a la gente, pues así dice el SEÑOR: “Comerán y habrá de sobra”. Entonces el criado les sirvió el pan y, conforme a la palabra del SEÑOR, la gente comió y hubo de sobra.

2 Reyes 4:1-44 Traducción en Lenguaje Actual (TLA)

Una mujer que había estado casada con un profeta le dijo a Eliseo: —Mi marido estuvo siempre al servicio de Dios y de usted, pero ahora está muerto. Él había pedido dinero prestado, y ahora el hombre que se lo prestó se quiere llevar como esclavos a mis dos hijos. Eliseo le preguntó: —¿Qué puedo hacer para ayudarte? Dime, ¿qué tienes en tu casa? La mujer le contestó: —¡Lo único que tengo es una jarra de aceite! Eliseo le dijo: —Ve y pídele a tus vecinas que te presten jarras vacías. Trata de conseguir todas las que puedas. Después, entra en tu casa con tus hijos y cierra la puerta. Echa aceite en las jarras y ve poniendo aparte las que se vayan llenando. La mujer se despidió de Eliseo, fue a su casa, entró junto con sus hijos y cerró la puerta. Los hijos le llevaban las jarras y la mujer las llenaba con aceite. Después de un rato, la mujer le dijo a uno de sus hijos: —Tráeme otra jarra. Él le contestó: —Ya no quedan más. En ese momento el aceite se acabó. La mujer fue a ver al profeta y le contó lo que había pasado. Él le dijo: —Ve, vende el aceite, y págale a ese hombre lo que le debes. Con lo que te quede podrán vivir tú y tus hijos. Un día, Eliseo fue al pueblo de Sunem. Allí, una mujer muy importante le insistió que fuera a comer a su casa. Y cada vez que Eliseo pasaba por allí, se quedaba a comer en casa de ella. Entonces la mujer le dijo a su esposo: —Mira, yo sé que este hombre que nos visita cuando pasa por el pueblo, es un profeta de Dios. Construyamos en la terraza una habitación. Pongámosle una cama, una mesa, una silla y una lámpara, y así el profeta podrá quedarse cada vez que venga a visitarnos. Un día, Eliseo llegó y se quedó a dormir en la habitación que le habían construido. Luego le dijo a su sirviente Guehazí: —Esta señora se ha preocupado mucho por nosotros, pregúntale qué podemos hacer por ella. Pregúntale también si quiere que le hablemos bien de ella al rey o al jefe del ejército. Cuando el sirviente de Eliseo se lo preguntó, la mujer contestó: —No me falta nada; vivo tranquila entre mi gente. Cuando Eliseo le preguntó a su sirviente qué podían hacer por ella, Guehazí contestó: —Bueno, ella no tiene hijos y su marido es anciano. Entonces Eliseo le dijo: —Llámala. El sirviente la llamó, y cuando ella llegó, se quedó en la puerta. Eliseo le dijo: —El próximo año, por estas fechas, llevarás en tus brazos un hijo tuyo. La mujer respondió: —Usted es un profeta de Dios y yo soy su servidora. Por favor, no me mienta. Pero la mujer quedó embarazada y al año siguiente tuvo un hijo, tal como le había dicho Eliseo. El niño creció, y un día fue a ver a su padre, que andaba en el campo con sus trabajadores. El niño se quejó, y le gritó a su padre: —¡Ay! ¡Mi cabeza! ¡Me duele la cabeza! El padre le ordenó a un sirviente que llevara al niño a donde estaba su madre. El sirviente lo levantó y se lo llevó a la madre. Ella lo sentó sobre sus rodillas hasta el mediodía, pero a esa hora murió. La madre subió al niño a la habitación del profeta y lo puso sobre la cama. Después salió, cerró la puerta, llamó a su esposo, y le dijo: —Préstame a uno de tus sirvientes, y también una burra. Necesito ir rápidamente a buscar al profeta; enseguida vuelvo. El esposo le preguntó: —¿Por qué vas a ir a verlo? Hoy no es día de fiesta religiosa; tampoco es sábado ni hay luna nueva. La mujer respondió: —Yo sé lo que hago. La mujer ordenó que prepararan la burra, y le dijo a su sirviente: —Apura al animal. Que no se detenga hasta que yo te diga. La mujer partió y fue a ver al profeta, que estaba en el monte Carmelo. Cuando Eliseo la vio, le dijo a su sirviente: «Mira, allá a lo lejos viene la señora del pueblo de Sunem. Corre a recibirla y pregúntale cómo están ella, su marido y su hijo». Cuando Guehazí se lo preguntó, la mujer respondió que estaban bien. Pero cuando ella llegó a donde estaba Eliseo, se arrojó a sus pies. Guehazí entonces se acercó para apartarla, pero Eliseo le dijo: —¡Déjala! Ella está muy, pero muy triste, y Dios no me ha dicho qué sucede. Entonces la mujer le dijo a Eliseo: —¡Yo no le pedí a usted un hijo! ¿Acaso no le dije que no me engañara? Eliseo le ordenó a Guehazí: —Prepárate, toma mi bastón, y ve a donde está el niño. Si te encuentras con alguien en el camino, no lo saludes. Si alguna persona te saluda, no le contestes. Cuando llegues, coloca mi bastón sobre la cara del niño. Pero la madre del niño le dijo a Eliseo: —Juro por Dios y por la vida de usted, que no volveré a mi casa si no me acompaña. Entonces Eliseo se fue con ella. Guehazí llegó más rápido que ellos y puso el bastón sobre la cara del niño, pero este no se movió ni dio señales de vida. Guehazí regresó para encontrarse con Eliseo y le dijo: «El niño no se mueve ni reacciona». Cuando Eliseo llegó a la casa, vio al niño que estaba muerto y tendido sobre su cama. Así que entró en la habitación, cerró la puerta, y se quedó a solas con el niño. Después de orar a Dios, subió a la cama y se tendió sobre el cuerpo del niño. Puso su boca sobre la boca del niño, sus ojos sobre sus ojos y sus manos sobre sus manos. En cuanto el cuerpo de Eliseo tocó el del niño, este comenzó a revivir. El profeta se levantó y caminó de un lado al otro de la habitación. Después volvió a tenderse sobre el cuerpo del niño. Este estornudó siete veces y después abrió los ojos. Eliseo llamó a Guehazí y le dijo: «Llama de inmediato a la madre». El sirviente llamó a la madre, y cuando ella llegó a donde estaba Eliseo, este le dijo: «Aquí tienes a tu hijo». La mujer se acercó y se arrojó a los pies de Eliseo. Luego tomó a su hijo y salió de la habitación. Después de esto, Eliseo volvió a Guilgal. Por esa época no había qué comer en la región, y todos pasaban hambre. Un día, Eliseo estaba sentado con los profetas, y le dijo a su sirviente: «Prepara en la olla grande un guiso». Uno de los profetas, que había ido al campo para juntar hierbas, encontró un arbusto silvestre, cuyos frutos eran como calabazas. Llenó su capa con ellas, y cuando llegó a la casa las cortó y las puso en el guiso sin saber qué eran. Después sirvieron el guiso a los profetas para que lo comieran. Mientras comían, ellos gritaron: «¡Eliseo, hombre de Dios, el guiso está envenenado!» No pudieron comerlo, pero Eliseo dijo: «¡Traigan harina!» Ellos se la llevaron, y Eliseo la echó en la olla, y ordenó: «Sírvanles de comer». Esta vez todos comieron y no les hizo daño. Después llegó un hombre que venía de Baal-salisá, trayéndole a Eliseo veinte panes de cebada, hechos con harina de la primera cosecha, y además le llevó trigo fresco en una bolsa. Eliseo le dijo a su sirviente: —Dale a los profetas para que coman. Pero su sirviente dijo: —¿Cómo hago para repartir esto entre cien personas? Eliseo le repitió: —Dáselos para que coman, porque Dios ha dicho: “Ellos van a comer, y aun sobrará”. Así que el sirviente les dio de comer, y tal como Dios había dicho, sobró comida.

2 Reyes 4:1-44 Reina Valera Contemporánea (RVC)

La viuda de uno de los profetas presentó a Eliseo la siguiente súplica: «Mi esposo, siervo tuyo, ha muerto. Tú bien sabes que él era temeroso del Señor. Pero nuestro acreedor ha venido ahora y quiere llevarse a mis dos hijos para venderlos como esclavos.» Eliseo le dijo: «¿Y en qué te puedo ayudar? Dime qué es lo que tienes en casa.» La viuda dijo: «Esta sierva tuya no tiene en casa más que una vasija de aceite.» Entonces Eliseo le dijo: «Ve y pide a tus vecinos que te presten algunas vasijas vacías. ¡Todas las que puedas conseguir! Luego, entra en tu casa y enciérrate con tus hijos. Echa aceite en todas las vasijas, y ve apartándolas conforme las vayas llenando.» La viuda se fue a su casa, cerró la puerta tras de sí y se encerró con sus hijos; y conforme ellos iban trayendo las vasijas, ella las iba llenando de aceite. Cuando todas las vasijas estuvieron llenas, ella le pidió a uno de sus hijos que le pasara una vasija más. Pero en cuanto su hijo le contestó que ya no había más vasijas, el aceite se terminó. Entonces ella fue a contárselo al varón de Dios, y este dijo: «Ahora ve y vende el aceite, y págale a tu acreedor, y tú y tus hijos vivan de lo que les quede.» En cierta ocasión, una mujer importante de Sunén invitó a Eliseo a comer en su casa. Y cada vez que Eliseo pasaba por allí, la mujer le insistía que se quedara a comer. A su marido le dijo: «¿Sabes de qué me he dado cuenta? ¡Pues de que este hombre que siempre pasa por nuestra casa es un santo varón de Dios! Debiéramos hacerle un pequeño aposento en la azotea, y poner allí una cama y una mesa, y una silla y un candelero, para que cuando pase por aquí pueda quedarse con nosotros.» Un día en que Eliseo pasó por allí, se quedó a dormir en ese aposento, pero le dijo a Guejazí, su criado: «Llama a la sunamita.» Guejazí la llamó, y cuando ella se presentó ante Eliseo, este, dirigiéndose a Guejazí, dijo: «Esta mujer ha sido muy amable con nosotros. Pregúntale qué quiere que haga yo en su favor. ¿Necesita que hable por ella al rey, o al general del ejército?» Y la mujer respondió: «En medio de mi pueblo, yo vivo como una reina.» Pero Eliseo insistió: «Entonces, ¿qué podemos hacer por ella?» Y Guejazí respondió: «Su marido ya es anciano, y ella no tiene hijos todavía.» Eliseo le ordenó entonces a su criado que la llamara. Guejazí la llamó y, cuando ella se detuvo en la puerta, Eliseo le dijo: «Dentro de un año, por estos días, tendrás un hijo en tus brazos.» Pero ella protestó: «¡No, mi señor, varón de Dios! ¡No te burles de esta sierva tuya!» Sin embargo, la mujer concibió y un año después, por el tiempo que Eliseo le había dicho, dio a luz un hijo. Y el niño creció. Pero un día que fue a ver a su padre, que andaba con los segadores, de pronto gritó: «¡Padre, mi cabeza! ¡Me duele la cabeza!» Enseguida el padre ordenó a uno de sus criados que lo llevara con su madre. El criado así lo hizo. Pero al mediodía, mientras el niño estaba sentado en el regazo de su madre, murió. Entonces ella subió al aposento del varón de Dios, lo puso sobre la cama, y cerrando la puerta salió de allí. Luego fue a llamar a su marido, y le dijo: «Te ruego que me prestes a uno de los criados y una de tus asnas. Quiero ir corriendo a ver al varón de Dios, para que regrese.» Pero su marido objetó: «¿Y para qué vas a verlo hoy? Si no es nueva luna, ni día de reposo.» Pero ella simplemente se despidió. Mandó aparejar el asna, y le dijo al criado: «¡En marcha! ¡Tú nos diriges! ¡Pero no me detengas en el camino, a menos que yo te lo ordene!» Y así, la mujer partió y se fue al monte Carmelo, donde estaba el varón de Dios. Y cuando este la vio a la distancia, le dijo a su criado Guejazí: «Aquí viene la sunamita. Hazme el favor de ir corriendo a recibirla, y pregúntale cómo está ella, y su marido y su hijo.» Ella respondió que estaba bien, pero en cuanto llegó al monte, donde estaba el varón de Dios, se arrojó a sus pies. Guejazí se acercó y trató de levantarla, pero el varón de Dios le dijo: «Déjala, que se encuentra muy amargada. Pero el Señor no me ha dicho qué es lo que pasa, sino que me ha encubierto el motivo.» Entonces ella dijo: «¿Acaso yo le pedí un hijo a mi señor? ¿No dije, más bien, que no te burlaras de mí?» Entonces Eliseo le dijo a Guejazí: «Cíñete la ropa, toma mi bastón, y ponte en marcha. Si te encuentras con alguien, no lo saludes, y si alguien te saluda, no le respondas. Al llegar, pon mi bastón sobre el rostro del niño.» Pero la madre del niño le dijo: «Juro por el Señor, y por tu vida, que no voy a dejarte aquí.» Entonces Eliseo se levantó y la siguió. Guejazí, que se había adelantado, llegó y puso el bastón sobre el rostro del niño; pero el niño no había dado señales de vida, así que Guejazí se había vuelto para encontrarse con Eliseo, y cuando lo encontró le dijo: «El niño no despierta.» Cuando Eliseo llegó a la casa, el niño yacía tendido sobre la cama, sin vida. Entonces Eliseo entró y cerró la puerta tras de sí, y oró al Señor. Luego, subió a la cama y se tendió sobre el niño, juntando boca con boca, ojos con ojos, y manos con manos. Así, se mantuvo tendido sobre el niño, hasta que el cuerpo del niño comenzó a entrar en calor. Luego Eliseo se levantó y comenzó a pasearse de un lado a otro de la casa, y después volvió a subirse a la cama, y se tendió otra vez sobre el niño; en ese momento el niño estornudó siete veces, y abrió sus ojos. Entonces Eliseo llamó a Guejazí, y le ordenó que llamara a la sunamita. Guejazí la llamó y, cuando ella entró, Eliseo le dijo: «Toma tu hijo.» La mujer entró y, sin levantar el rostro, se arrojó a los pies de Eliseo. Después de eso, tomó a su hijo y se fue. Cuando Eliseo volvió a Gilgal, se encontró con que había una grave hambruna en la región. Como los hijos de los profetas estaban con él, le ordenó a su criado: «Pon una olla grande, y haz un guisado para los profetas.» Uno de ellos salió al campo a recoger hierbas, y halló una planta parecida a una parra silvestre; llenó su manto con los frutos de esa planta y regresó, y al llegar cortó los frutos y los echó en la olla del guisado, sin saber qué clase de frutos eran. Después se sirvió el guisado para que comieran los profetas, pero en cuanto ellos lo probaron, dijeron: «¡Varón de Dios, lo que hay en la olla nos va a matar!» Y no lo pudieron comer. Entonces Eliseo pidió que trajeran harina, y luego de esparcirla en la olla, dijo: «Ya pueden dar de comer a la gente.» Y no hubo nada en la olla que hiciera daño. Llegó entonces un hombre de Baal Salisá, que trajo al varón de Dios panes de primicias, veinte panes de cebada, y trigo nuevo todavía en su espiga. Eliseo ordenó a su criado que diera de comer a la gente, pero su criado respondió: «¿Cómo voy a ofrecer solo esto a cien hombres?» Pero Eliseo volvió a decir: «Dale a la gente de comer, que el Señor ha dicho: “Comerán, y hasta sobrará.”» Entonces Guejazí puso lo que tenía delante de ellos y, conforme a la palabra del Señor, ellos comieron y hasta les sobró.

2 Reyes 4:1-44 Biblia Dios Habla Hoy (DHH94I)

Cierta mujer, que había sido esposa de uno de los profetas, fue a quejarse a Eliseo, diciéndole: —Mi marido ha muerto, y usted sabe que él honraba al Señor. Ahora el prestamista ha venido y quiere llevarse a mis dos hijos como esclavos. Eliseo le preguntó: —¿Qué puedo hacer por ti? Dime qué tienes en casa. Ella le contestó: —Esta servidora de usted no tiene nada en casa, excepto un jarrito de aceite. Entonces Eliseo le dijo: —Pues ve ahora y pide prestados a tus vecinos algunos jarros, ¡todos los jarros vacíos que puedas conseguir! Luego métete en tu casa con tus hijos, cierra la puerta y ve llenando de aceite todos los jarros y poniendo aparte los llenos. La mujer se despidió de Eliseo y se encerró con sus hijos. Entonces empezó a llenar los jarros que ellos le iban llevando. Y cuando todos los jarros estuvieron llenos, le ordenó a uno de ellos: —Tráeme otro jarro más. Pero su hijo le respondió: —No hay más jarros. En ese momento el aceite dejó de correr. Después fue ella y se lo contó al profeta, y este le dijo: —Ve ahora a vender el aceite, y paga tu deuda. Con el resto podrán vivir tú y tus hijos. Un día en que Eliseo pasó por Sunem, una mujer importante que allí vivía lo invitó con mucha insistencia a que pasara a comer. Y cada vez que Eliseo pasaba por allí, se quedaba a comer. Entonces ella le dijo a su marido: —Mira, yo sé que este hombre que cada vez que pasa nos visita, es un santo profeta de Dios. Vamos a construir en la azotea un cuarto para él. Le pondremos una cama, una mesa, una silla y una lámpara. Así, cuando él venga a visitarnos, podrá quedarse allí. Una vez en que llegó a ese cuarto para quedarse a dormir en él, le dijo a Guehazí, su criado: —Llama a la señora sunamita. El criado la llamó, y cuando ella se presentó ante él, Eliseo ordenó al criado: —Dile a esta señora que ha sido tan amable con nosotros, que si podemos hacer algo por ella; que si quiere que hablemos en su favor con el rey o con el jefe del ejército. —Yo estoy bien aquí entre mi propia gente —respondió ella. —Entonces, ¿qué podemos hacer por ella? —No sé —respondió Guehazí—. No tiene hijos, y su marido es anciano. —Llámala —dijo Eliseo. El criado fue a llamarla, pero ella se quedó de pie en la puerta. Entonces Eliseo le dijo: —Para el año que viene, por este tiempo, tendrás un hijo en tus brazos. Ella respondió: —No, mi señor, no engañe un hombre de Dios a su servidora. Pero tal como Eliseo se lo anunció, ella quedó embarazada y al año siguiente dio a luz un hijo. Y el niño creció. Pero un día en que salió a ver a su padre, que estaba con los segadores, comenzó a gritarle a este: —¡Ay, mi cabeza! ¡Me duele la cabeza! Entonces su padre dijo a un criado: —Llévalo con su madre. El criado lo tomó y lo llevó a donde estaba su madre, la cual lo sentó sobre sus rodillas hasta el mediodía. Entonces el niño murió. Pero ella lo subió al cuarto del profeta, lo puso sobre la cama y salió, dejando cerrada la puerta. Luego llamó a su marido y le dijo: —Envíame un criado con una asna, para que yo vaya a ver al profeta. Luego volveré. —¿Por qué vas a verlo hoy? —preguntó su marido—. No es luna nueva ni sábado. —No te preocupes —contestó ella. Y ordenó que le aparejaran el asna, y dijo a su criado: —Vamos, adelántate. Y hasta que yo te lo diga, no hagas que me detenga. Así ella se fue y llegó al monte Carmelo, donde estaba el profeta. Cuando Eliseo la vio venir a lo lejos, dijo a Guehazí, su criado: —Mira, es la señora sunamita. Corre a recibirla y pregúntale cómo está, y cómo están su marido y su hijo. El criado fue, y ella le dijo que estaban bien. Luego llegó al monte en donde se encontraba Eliseo, y se abrazó a sus pies. Guehazí se acercó para apartarla, pero Eliseo le ordenó: —Déjala, porque está muy angustiada, y hasta ahora el Señor no me ha dicho lo que le ocurre. Entonces ella le dijo: —Señor, ¿acaso le pedí a usted tener un hijo? ¿No le pedí a usted que no me engañara? Eliseo dijo entonces a Guehazí: —Prepárate, toma mi bastón y ve allá. Si te encuentras con alguien, no lo saludes; y si alguien te saluda, no le respondas. Luego coloca mi bastón sobre la cara del niño. Pero la madre del niño dijo a Eliseo: —Juro por el Señor, y por usted mismo, que de aquí no me iré sin usted. Entonces Eliseo se fue con ella. Mientras tanto, Guehazí se había adelantado a ellos y había colocado el bastón sobre la cara del muchacho, pero este no daba la menor señal de vida; así que Guehazí fue al encuentro de Eliseo y le dijo: —El niño no vuelve en sí. Cuando Eliseo entró en la casa, el niño ya estaba muerto, tendido sobre la cama. Entonces entró, y cerrando la puerta se puso a orar al Señor. Solo él y el niño estaban adentro. Luego se subió a la cama y se acostó sobre el niño, colocando su boca, sus ojos y sus manos contra los del niño y estrechando su cuerpo contra el suyo. El cuerpo del niño empezó a entrar en calor. Eliseo se levantó entonces y anduvo de un lado a otro por la habitación; luego se subió otra vez a la cama y volvió a estrechar su cuerpo contra el del niño. De pronto el muchacho estornudó siete veces, y abrió los ojos. Eliseo llamó a Guehazí, y le dijo: —Llama a la señora sunamita. Guehazí lo hizo así, y cuando ella llegó a donde estaba Eliseo, este le dijo: —Aquí tienes a tu hijo. La mujer se acercó y se arrojó a los pies de Eliseo; luego tomó a su hijo y salió de la habitación. Después de esto, Eliseo regresó a Guilgal. Por aquel tiempo hubo mucha hambre en aquella región, y una vez en que los profetas estaban sentados alrededor de Eliseo, dijo este a su criado: «Pon la olla grande en el fuego, y haz un guisado para los profetas.» Uno de ellos salió al campo a recoger algunas hierbas, y encontró un arbusto silvestre del cual tomó unos frutos, como calabazas silvestres, con los que llenó su capa. Cuando volvió, los rebanó y los echó dentro del guisado, sin saber lo que eran. Después se sirvió de comer a los profetas, y al empezar a comer el guisado, ellos gritaron: —¡Profeta, este guisado está envenenado! Y ya no lo comieron. Pero Eliseo ordenó: —Tráiganme un poco de harina. Y echando la harina dentro de la olla, ordenó: —¡Ahora sírvanle de comer a la gente! Y la gente comió, y ya no había nada malo en la olla. Después llegó un hombre de Baal-salisá llevando a Eliseo veinte panes de cebada recién horneados, y trigo fresco en su morral. Eliseo ordenó entonces a su criado: —Dáselo a la gente para que coma. Pero el criado respondió: —¿Cómo voy a dar esto a cien personas? Y Eliseo contestó: —Dáselo a la gente para que coma, porque el Señor ha dicho que comerán y habrá de sobra. Así pues, el criado les sirvió, y ellos comieron y hubo de sobra, como el Señor lo había dicho.

2 Reyes 4:1-44 Biblia Reina Valera 1960 (RVR1960)

Una mujer, de las mujeres de los hijos de los profetas, clamó a Eliseo, diciendo: Tu siervo mi marido ha muerto; y tú sabes que tu siervo era temeroso de Jehová; y ha venido el acreedor para tomarse dos hijos míos por siervos. Y Eliseo le dijo: ¿Qué te haré yo? Declárame qué tienes en casa. Y ella dijo: Tu sierva ninguna cosa tiene en casa, sino una vasija de aceite. Él le dijo: Ve y pide para ti vasijas prestadas de todos tus vecinos, vasijas vacías, no pocas. Entra luego, y enciérrate tú y tus hijos; y echa en todas las vasijas, y cuando una esté llena, ponla aparte. Y se fue la mujer, y cerró la puerta encerrándose ella y sus hijos; y ellos le traían las vasijas, y ella echaba del aceite. Cuando las vasijas estuvieron llenas, dijo a un hijo suyo: Tráeme aún otras vasijas. Y él dijo: No hay más vasijas. Entonces cesó el aceite. Vino ella luego, y lo contó al varón de Dios, el cual dijo: Ve y vende el aceite, y paga a tus acreedores; y tú y tus hijos vivid de lo que quede. Aconteció también que un día pasaba Eliseo por Sunem; y había allí una mujer importante, que le invitaba insistentemente a que comiese; y cuando él pasaba por allí, venía a la casa de ella a comer. Y ella dijo a su marido: He aquí ahora, yo entiendo que este que siempre pasa por nuestra casa, es varón santo de Dios. Yo te ruego que hagamos un pequeño aposento de paredes, y pongamos allí cama, mesa, silla y candelero, para que cuando él viniere a nosotros, se quede en él. Y aconteció que un día vino él por allí, y se quedó en aquel aposento, y allí durmió. Entonces dijo a Giezi su criado: Llama a esta sunamita. Y cuando la llamó, vino ella delante de él. Dijo él entonces a Giezi: Dile: He aquí tú has estado solícita por nosotros con todo este esmero; ¿qué quieres que haga por ti? ¿Necesitas que hable por ti al rey, o al general del ejército? Y ella respondió: Yo habito en medio de mi pueblo. Y él dijo: ¿Qué, pues, haremos por ella? Y Giezi respondió: He aquí que ella no tiene hijo, y su marido es viejo. Dijo entonces: Llámala. Y él la llamó, y ella se paró a la puerta. Y él le dijo: El año que viene, por este tiempo, abrazarás un hijo. Y ella dijo: No, señor mío, varón de Dios, no hagas burla de tu sierva. Mas la mujer concibió, y dio a luz un hijo el año siguiente, en el tiempo que Eliseo le había dicho. Y el niño creció. Pero aconteció un día, que vino a su padre, que estaba con los segadores; y dijo a su padre: ¡Ay, mi cabeza, mi cabeza! Y el padre dijo a un criado: Llévalo a su madre. Y habiéndole él tomado y traído a su madre, estuvo sentado en sus rodillas hasta el mediodía, y murió. Ella entonces subió, y lo puso sobre la cama del varón de Dios, y cerrando la puerta, se salió. Llamando luego a su marido, le dijo: Te ruego que envíes conmigo a alguno de los criados y una de las asnas, para que yo vaya corriendo al varón de Dios, y regrese. Él dijo: ¿Para qué vas a verle hoy? No es nueva luna, ni día de reposo. Y ella respondió: Paz. Después hizo enalbardar el asna, y dijo al criado: Guía y anda; y no me hagas detener en el camino, sino cuando yo te lo dijere. Partió, pues, y vino al varón de Dios, al monte Carmelo. Y cuando el varón de Dios la vio de lejos, dijo a su criado Giezi: He aquí la sunamita. Te ruego que vayas ahora corriendo a recibirla, y le digas: ¿Te va bien a ti? ¿Le va bien a tu marido, y a tu hijo? Y ella dijo: Bien. Luego que llegó a donde estaba el varón de Dios en el monte, se asió de sus pies. Y se acercó Giezi para quitarla; pero el varón de Dios le dijo: Déjala, porque su alma está en amargura, y Jehová me ha encubierto el motivo, y no me lo ha revelado. Y ella dijo: ¿Pedí yo hijo a mi señor? ¿No dije yo que no te burlases de mí? Entonces dijo él a Giezi: Ciñe tus lomos, y toma mi báculo en tu mano, y ve; si alguno te encontrare, no lo saludes, y si alguno te saludare, no le respondas; y pondrás mi báculo sobre el rostro del niño. Y dijo la madre del niño: Vive Jehová, y vive tu alma, que no te dejaré. Él entonces se levantó y la siguió. Y Giezi había ido delante de ellos, y había puesto el báculo sobre el rostro del niño; pero no tenía voz ni sentido, y así se había vuelto para encontrar a Eliseo, y se lo declaró, diciendo: El niño no despierta. Y venido Eliseo a la casa, he aquí que el niño estaba muerto tendido sobre su cama. Entrando él entonces, cerró la puerta tras ambos, y oró a Jehová. Después subió y se tendió sobre el niño, poniendo su boca sobre la boca de él, y sus ojos sobre sus ojos, y sus manos sobre las manos suyas; así se tendió sobre él, y el cuerpo del niño entró en calor. Volviéndose luego, se paseó por la casa a una y otra parte, y después subió, y se tendió sobre él nuevamente, y el niño estornudó siete veces, y abrió sus ojos. Entonces llamó él a Giezi, y le dijo: Llama a esta sunamita. Y él la llamó. Y entrando ella, él le dijo: Toma tu hijo. Y así que ella entró, se echó a sus pies, y se inclinó a tierra; y después tomó a su hijo, y salió. Eliseo volvió a Gilgal cuando había una grande hambre en la tierra. Y los hijos de los profetas estaban con él, por lo que dijo a su criado: Pon una olla grande, y haz potaje para los hijos de los profetas. Y salió uno al campo a recoger hierbas, y halló una como parra montés, y de ella llenó su falda de calabazas silvestres; y volvió, y las cortó en la olla del potaje, pues no sabía lo que era. Después sirvió para que comieran los hombres; pero sucedió que comiendo ellos de aquel guisado, gritaron diciendo: ¡Varón de Dios, hay muerte en esa olla! Y no lo pudieron comer. Él entonces dijo: Traed harina. Y la esparció en la olla, y dijo: Da de comer a la gente. Y no hubo más mal en la olla. Vino entonces un hombre de Baal-salisa, el cual trajo al varón de Dios panes de primicias, veinte panes de cebada, y trigo nuevo en su espiga. Y él dijo: Da a la gente para que coma. Y respondió su sirviente: ¿Cómo pondré esto delante de cien hombres? Pero él volvió a decir: Da a la gente para que coma, porque así ha dicho Jehová: Comerán, y sobrará. Entonces lo puso delante de ellos, y comieron, y les sobró, conforme a la palabra de Jehová.

2 Reyes 4:1-44 La Biblia de las Américas (LBLA)

Y una mujer de las mujeres de los hijos de los profetas clamó a Eliseo, diciendo: Tu siervo, mi marido, ha muerto, y tú sabes que tu siervo temía al SEÑOR; y ha venido el acreedor a tomar a mis dos hijos para esclavos suyos. Y Eliseo le dijo: ¿Qué puedo hacer por ti? Dime qué tienes en casa. Y ella respondió: Tu sierva no tiene en casa más que una vasija de aceite. Entonces él le dijo: Ve, pide vasijas prestadas por todas partes de todos tus vecinos, vasijas vacías; no pidas pocas. Luego entra y cierra la puerta detrás de ti y de tus hijos y echa el aceite en todas estas vasijas, poniendo aparte las que estén llenas. Y ella se fue de su lado, y cerró la puerta tras sí y de sus hijos; y ellos traían las vasijas y ella echaba el aceite. Y sucedió que cuando las vasijas estuvieron llenas, dijo ella a un hijo suyo: Tráeme otra vasija. Y él le dijo: No hay más vasijas. Y cesó el aceite. Entonces ella fue y se lo contó al hombre de Dios. Y él le dijo: Ve, vende el aceite y paga tu deuda, y tú y tus hijos podéis vivir de lo que quede. Y aconteció que un día pasaba Eliseo por Sunem, donde había una mujer distinguida, y ella le persuadió a que comiera. Y así fue que siempre que pasaba, entraba allí a comer. Y ella dijo a su marido: He aquí, ahora entiendo que este que siempre pasa por nuestra casa, es un hombre santo de Dios. Te ruego que hagamos un pequeño aposento alto, con paredes, y pongamos allí para él una cama, una mesa, una silla y un candelero; y será que cuando venga a nosotros, se podrá retirar allí. Y aconteció que un día vino él por allí, se retiró al aposento alto y allí se acostó. Entonces dijo a Giezi su criado: Llama a esta sunamita. Y cuando la llamó, ella se presentó delante de él. Y él le dijo a Giezi: Dile ahora: «He aquí, te has preocupado por nosotros con todo este cuidado; ¿qué puedo hacer por ti? ¿Quieres que hable por ti al rey o al jefe del ejército?». Y ella respondió: Yo vivo en medio de mi pueblo. Él entonces dijo: ¿Qué, pues, se puede hacer por ella? Y Giezi respondió: En verdad ella no tiene ningún hijo y su marido es viejo. Y él dijo: Llámala. Cuando él la llamó, ella se detuvo a la entrada. Entonces él le dijo: Por este tiempo, el año que viene, abrazarás un hijo. Y ella dijo: No, señor mío, hombre de Dios, no engañes a tu sierva. Pero la mujer concibió y dio a luz un hijo al año siguiente en el tiempo que Eliseo le había dicho. Y cuando el niño creció, llegó el día en que salió al campo adonde estaba su padre con los segadores, y dijo a su padre: ¡Ay, mi cabeza, mi cabeza! Y el padre dijo a un criado: Llévalo a su madre. Y tomándolo, lo llevó a su madre, y estuvo sentado en sus rodillas hasta el mediodía, y murió. Entonces ella subió y lo puso sobre la cama del hombre de Dios, cerró la puerta detrás de él y salió. Luego llamó a su marido y le dijo: Te ruego que me envíes uno de los criados y una de las asnas, para que yo vaya corriendo al hombre de Dios y regrese. Y él dijo: ¿Por qué vas hoy a él? No es luna nueva ni día de reposo. Y ella respondió: Quédate en paz. Entonces ella aparejó el asna y dijo a su criado: Arrea y anda; no detengas el paso por mí a menos que yo te lo diga. Y ella fue y llegó al hombre de Dios en el monte Carmelo. Y sucedió que cuando el hombre de Dios la vio a lo lejos, dijo a Giezi su criado: He aquí, allá viene la sunamita. Te ruego que corras ahora a su encuentro y le digas: «¿Te va bien a ti? ¿Le va bien a tu marido? ¿Le va bien al niño?». Y ella respondió: Bien. Cuando ella llegó al monte, al hombre de Dios, se asió de sus pies. Y Giezi se acercó para apartarla, pero el hombre de Dios dijo: Déjala, porque su alma está angustiada y el SEÑOR me lo ha ocultado y no me lo ha revelado. Entonces ella dijo: ¿Acaso pedí un hijo a mi señor? ¿No dije: «No me engañes?». Entonces él dijo a Giezi: Ciñe tus lomos y toma mi báculo en tu mano, y vete; si encuentras a alguno, no lo saludes, y si alguien te saluda, no le respondas, y pon mi báculo sobre el rostro del niño. Y la madre del niño dijo: Vive el SEÑOR y vive tu alma, que no me apartaré de ti. Entonces él se levantó y la siguió. Y Giezi se adelantó a ellos y puso el báculo sobre el rostro del niño, mas no hubo voz ni reacción. Así que volvió para encontrarlo, y le dijo: El niño no ha despertado. Cuando Eliseo entró en la casa, he aquí, el niño estaba muerto, tendido sobre su cama. Y entrando, cerró la puerta tras ambos y oró al SEÑOR. Entonces subió y se acostó sobre el niño, y puso la boca sobre su boca, los ojos sobre sus ojos y las manos sobre sus manos, y se tendió sobre él; y la carne del niño entró en calor. Entonces Eliseo volvió y caminó por la casa de un lado para otro, y subió y se tendió sobre él; y el niño estornudó siete veces y abrió sus ojos. Y Eliseo llamó a Giezi y le dijo: Llama a la sunamita. Y él la llamó. Y cuando ella vino a Eliseo, él dijo: Toma a tu hijo. Entonces ella entró, cayó a sus pies y se postró en tierra, y tomando a su hijo, salió. Cuando Eliseo regresó a Gilgal, había hambre en la tierra. Y estando sentados los hijos de los profetas delante de él, dijo a su criado: Pon la olla grande y cuece potaje para los hijos de los profetas. Entonces uno de ellos salió al campo a recoger hierbas, y encontró una viña silvestre y de ella recogió su falda llena de calabazas silvestres, y vino y las cortó en pedazos en la olla de potaje, porque no sabía lo que eran. Y lo sirvieron para que los hombres comieran. Y sucedió que cuando comían el potaje, clamaron y dijeron: ¡Oh hombre de Dios, hay muerte en la olla! Y no pudieron comer. Pero él dijo: Traedme harina. Y la echó en la olla, y dijo: Sírvelo a la gente para que coman. Y ya no había nada malo en la olla. Y vino un hombre de Baal-salisa y trajo al hombre de Dios panes de primicias, veinte panes de cebada y espigas de grano nuevo en su bolsa. Y él dijo: Dalos a la gente para que coman. Y su sirviente dijo: ¿Cómo pondré esto delante de cien hombres? Pero él respondió: Dalos a la gente para que coman, porque así dice el SEÑOR: «Comerán y sobrará». Y lo puso delante de ellos y comieron, y sobró conforme a la palabra del SEÑOR.

2 Reyes 4:1-44 Nueva Traducción Viviente (NTV)

Cierto día, la viuda de un miembro del grupo de profetas fue a ver a Eliseo y clamó: —Mi esposo, quien te servía, ha muerto, y tú sabes cuánto él temía al SEÑOR; pero ahora ha venido un acreedor y me amenaza con llevarse a mis dos hijos como esclavos. —¿Cómo puedo ayudarte? —preguntó Eliseo—. Dime, ¿qué tienes en tu casa? —No tengo nada, solo un frasco de aceite de oliva —contestó ella. Entonces Eliseo le dijo: —Pídeles a tus amigos y vecinos que te presten todas las jarras vacías que puedan. Luego ve a tu casa con tus hijos y cierra la puerta. Vierte en las jarras el aceite de oliva que tienes en tu frasco y cuando se llenen ponlas a un lado. Entonces ella hizo lo que se le indicó. Sus hijos le traían las jarras y ella las llenaba una tras otra. ¡Pronto todas las jarras estaban llenas hasta el borde! —Tráeme otra jarra —le dijo a uno de sus hijos. —¡Ya no hay más! —le respondió. Al instante, el aceite de oliva dejó de fluir. Cuando ella le contó al hombre de Dios lo que había sucedido, él le dijo: «Ahora vende el aceite de oliva y paga tus deudas; tú y tus hijos pueden vivir de lo que sobre». Cierto día, Eliseo fue a la ciudad de Sunem y una mujer rica que vivía allí le insistió que fuera a comer a su casa. Después, cada vez que él pasaba por allí, se detenía en esa casa para comer algo. Entonces la mujer le dijo a su esposo: «Estoy segura de que este hombre que pasa por aquí de vez en cuando es un santo hombre de Dios. Construyamos un pequeño cuarto en el techo para él y pongámosle una cama, una mesa, una silla y una lámpara. Así tendrá un lugar dónde quedarse cada vez que pase por aquí». Cierto día, Eliseo regresó a Sunem y subió a ese cuarto para descansar. Entonces le dijo a su sirviente, Giezi: «Dile a la mujer sunamita que quiero hablar con ella». Cuando ella llegó, Eliseo le dijo a Giezi: «Dile: “Agradecemos tu amable interés por nosotros. ¿Qué podemos hacer por ti? ¿Quieres que te recomendemos con el rey o con el comandante del ejército?”». «No —contestó ella—, mi familia me cuida bien». Más tarde, Eliseo le preguntó a Giezi: —¿Qué podemos hacer por ella? —Ella no tiene hijos —contestó Giezi—, y su esposo ya es anciano. —Llámala de nuevo —le dijo Eliseo. La mujer regresó y se quedó de pie en la puerta mientras Eliseo le dijo: —El año que viene, por esta fecha, ¡tendrás un hijo en tus brazos! —¡No, señor mío! —exclamó ella—. Hombre de Dios, no me engañes así ni me des falsas esperanzas. Efectivamente, la mujer pronto quedó embarazada y al año siguiente, por esa fecha, tuvo un hijo, tal como Eliseo le había dicho. Cierto día, el niño, ya más grande, salió a ayudar a su padre en el trabajo con los cosechadores, y de repente gritó: «¡Me duele la cabeza! ¡Me duele la cabeza!». Su padre le dijo a uno de sus sirvientes: «Llévalo a casa, junto a su madre». Entonces el sirviente lo llevó a su casa, y la madre lo sostuvo en su regazo; pero cerca del mediodía, el niño murió. Ella lo subió y lo recostó sobre la cama del hombre de Dios; luego cerró la puerta y lo dejó allí. Después le envió un mensaje a su esposo: «Mándame a uno de los sirvientes y un burro para que pueda ir rápido a ver al hombre de Dios y luego volver enseguida». —¿Por qué ir hoy? —preguntó él—. No es ni festival de luna nueva ni día de descanso. Pero ella dijo: —No importa. Entonces ensilló el burro y le dijo al sirviente: «¡Apúrate! Y no disminuyas el paso a menos que yo te lo diga». Cuando ella se acercaba al hombre de Dios, en el monte Carmelo, Eliseo la vio desde lejos y le dijo a Giezi: «Mira, allí viene la señora de Sunem. Corre a su encuentro y pregúntale: “¿Están todos bien, tú, tu esposo y tu hijo?”». «Sí —contestó ella—, todo está bien». Sin embargo, cuando ella se encontró con el hombre de Dios en la montaña, se postró en el suelo delante de él y se agarró de sus pies. Giezi comenzó a apartarla, pero el hombre de Dios dijo: «Déjala. Está muy angustiada, pero el SEÑOR no me ha dicho qué le pasa». Entonces ella dijo: «¿Acaso yo te pedí un hijo, señor mío? ¿Acaso no te dije: “No me engañes ni me des falsas esperanzas”?». Enseguida Eliseo le dijo a Giezi: «¡Prepárate para salir de viaje, toma mi vara y vete! No hables con nadie en el camino. Ve rápido y pon la vara sobre el rostro del niño». Pero la madre del niño dijo: «Tan cierto como que el SEÑOR vive y que usted vive, yo no regresaré a mi casa a menos que usted venga conmigo». Así que Eliseo volvió con ella. Giezi se adelantó apresuradamente y puso la vara sobre el rostro del niño, pero no pasó nada. No daba señales de vida. Entonces regresó a encontrarse con Eliseo y le dijo: «El niño sigue muerto». En efecto, cuando Eliseo llegó, el niño estaba muerto, acostado en la cama del profeta. Eliseo entró solo, cerró la puerta tras sí y oró al SEÑOR. Después se tendió sobre el cuerpo del niño, puso su boca sobre la boca del niño, sus ojos sobre sus ojos y sus manos sobre sus manos. Mientras se tendía sobre él, ¡el cuerpo del niño comenzó a entrar en calor! Entonces Eliseo se levantó, caminó de un lado a otro en la habitación, y se tendió nuevamente sobre el niño. ¡Esta vez el niño estornudó siete veces y abrió los ojos! Entonces Eliseo llamó a Giezi y le dijo: «¡Llama a la madre del niño!». Cuando ella entró, Eliseo le dijo: «¡Aquí tienes, toma a tu hijo!». Ella cayó a los pies de Eliseo y se inclinó ante él llena de gratitud. Después tomó a su hijo en brazos y lo llevó abajo. Eliseo regresó a Gilgal, y había hambre en la tierra. Cierto día, mientras un grupo de profetas estaba sentado frente a él, le dijo a su sirviente: «Pon una olla grande al fuego y prepara un guisado para el resto del grupo». Entonces uno de los jóvenes fue al campo a recoger hierbas y regresó con el bolsillo lleno de calabazas silvestres. Las cortó en tiras y las puso en la olla, sin darse cuenta de que eran venenosas. Sirvieron un poco del guisado a los hombres, quienes después de comer uno o dos bocados, gritaron: «¡Hombre de Dios, este guisado está envenenado!». Así que no quisieron comerlo. Eliseo les dijo: «Tráiganme un poco de harina». Entonces la arrojó en la olla y dijo: «Ahora está bien, sigan comiendo». Y ya no les hizo daño. Otro día, un hombre de Baal-salisa le trajo al hombre de Dios un saco de grano fresco y veinte panes de cebada que había preparado con el primer grano de su cosecha. Entonces Eliseo dijo: —Dénselo a la gente para que coma. —¿Qué? —exclamó el sirviente—. ¿Alimentar a cien personas solo con esto? Pero Eliseo reiteró: —Dénselo a la gente para que coma, porque esto dice el SEÑOR: “¡Todos comerán, y hasta habrá de sobra!”. Cuando se lo dieron a la gente, hubo suficiente para todos y sobró, tal como el SEÑOR había prometido.