Entonces Dios envió a su siervo Moisés, y a Aarón, a quien había escogido, y ellos realizaron señales de Dios en el desierto: ¡grandes maravillas en la tierra de Cam! Envió Dios una oscuridad que todo lo cubrió, pero los egipcios desatendieron sus palabras. Convirtió en sangre el agua de sus ríos, y mató a sus peces; infestó de ranas el país, y aun la alcoba del rey. Habló Dios, y nubes de tábanos y mosquitos invadieron el territorio egipcio. En vez de lluvia, envió granizo y llamas de fuego sobre el país. Destrozó sus viñas y sus higueras; ¡destrozó los árboles de Egipto! Habló Dios, y llegaron las langostas; ¡tantas eran, que no se podían contar! ¡Devoraron la hierba del campo y todo lo que la tierra había producido! ¡Hirió de muerte, en Egipto mismo, al primer hijo de toda familia egipcia! Dios sacó después a su pueblo cargado de oro y plata, y nadie entre las tribus tropezó. Los egipcios se alegraron de verlos partir, pues estaban aterrados. Dios extendió una nube para cubrirlos y un fuego para alumbrarlos de noche. Pidieron comida, y les mandó codornices, y con pan del cielo los dejó satisfechos. Partió la roca, y de ella brotó agua que corrió por el desierto como un río.
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