Su aspecto es como de caballos, corren como jinetes y su estruendo al saltar sobre los montes es como el estruendo de los carros de guerra, como el crujir de las hojas secas que arden en el fuego. Son como un ejército poderoso en formación de batalla. La gente tiembla al verlas, y todas las caras palidecen. Como valientes hombres de guerra, corren, trepan por los muros y avanzan de frente, sin torcer ninguna su camino. No se atropellan unas a otras; cada una sigue su camino, y se lanzan entre las flechas sin romper la formación. Asaltan la ciudad, corren sobre los muros, trepan por las casas y como ladrones se cuelan por las ventanas. La tierra tiembla ante ellas, el cielo se estremece, el sol y la luna se oscurecen y las estrellas pierden su brillo. El Señor, al frente de su ejército, hace oír su voz de trueno. Muy numeroso es su ejército; incontables los que cumplen sus órdenes. ¡Qué grande y terrible es el día del Señor! No hay quien pueda resistirlo. «Pero ahora —lo afirma el Señor—, vuélvanse a mí de todo corazón. ¡Ayunen, griten y lloren!» ¡Vuélvanse ustedes al Señor su Dios, y desgárrense el corazón en vez de desgarrarse la ropa! Porque el Señor es tierno y compasivo, paciente y todo amor, dispuesto siempre a levantar el castigo. Tal vez decida no castigarlos a ustedes, y les envíe bendición: cereales y vino para las ofrendas del Señor su Dios.
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