Un día, Débora mandó llamar a un hombre llamado Barac, hijo de Abinoán, que vivía en Quedes, un pueblo de la tribu de Neftalí, y le dijo:
—El Señor, el Dios de Israel, te ordena lo siguiente: “Ve al monte Tabor, y reúne allí a diez mil hombres de las tribus de Neftalí y Zabulón. Yo voy a hacer que Sísara, jefe del ejército de Jabín, venga al arroyo de Quisón para atacarte con sus carros y su ejército. Pero yo voy a entregarlos en tus manos.”
—Solo iré si tú vienes conmigo —contestó Barac—. Pero si tú no vienes, yo no iré.
—Pues iré contigo —respondió Débora—. Solo que la gloria de esta campaña que vas a emprender no será para ti, porque el Señor entregará a Sísara en manos de una mujer.
Entonces Débora fue con Barac a Quedes. Allí Barac llamó a las tribus de Zabulón y Neftalí, y reunió bajo su mando un ejército de diez mil hombres. Débora iba con él.
Cerca de Quedes, junto a la encina de Saanaim, estaba el campamento de Héber el quenita, quien se había separado de los demás quenitas que, como él, descendían de Hobab, el suegro de Moisés. Cuando Sísara supo que Barac había subido al monte Tabor, reunió sus novecientos carros de hierro y a todos sus soldados, y marchó con ellos desde Haróset-goím hasta el arroyo de Quisón. Entonces Débora le dijo a Barac:
—¡Adelante, que ahora es cuando el Señor va a entregar en tus manos a Sísara! ¡Ya el Señor va al frente de tus soldados!
Barac bajó del monte Tabor con sus diez mil soldados, y el Señor sembró el pánico entre los carros y los soldados de Sísara en el momento de enfrentarse con la espada de Barac; hasta el mismo Sísara se bajó de su carro y huyó a pie. Mientras tanto, Barac persiguió a los soldados y los carros hasta Haróset-goím. Aquel día no quedó con vida ni un solo soldado del ejército de Sísara: todos murieron.
Como Jabín, el rey de Hasor, estaba en paz con la familia de Héber el quenita, Sísara llegó a pie, en su huida, hasta la tienda de Jael, la esposa de Héber, la cual salió a recibirlo y le dijo:
—Por aquí, mi señor, por aquí; no tenga usted miedo.
Sísara entró, y Jael lo escondió tapándolo con una manta; entonces Sísara le pidió agua, pues tenía mucha sed. Jael destapó el cuero donde guardaba la leche y le dio de beber; después volvió a taparlo. Sísara le dijo:
—Quédate a la entrada de la tienda, y si alguien viene y te pregunta si hay alguien aquí dentro, dile que no.
Pero Sísara estaba tan cansado que se quedó profundamente dormido. Entonces Jael tomó un martillo y una estaca de las que usaban para sujetar la tienda de campaña, y acercándose sin hacer ruido hasta donde estaba Sísara, le clavó la estaca en la sien contra la tierra. Así murió Sísara. Y cuando Barac llegó en busca de Sísara, Jael salió a recibirlo y le dijo:
—Ven, que te voy a mostrar al que andas buscando.
Barac entró en la tienda y encontró a Sísara tendido en el suelo, ya muerto y con la estaca clavada en la cabeza.
Así humilló el Señor aquel día a Jabín, el rey cananeo, delante de los israelitas. Y desde entonces los israelitas trataron a Jabín cada vez con mayor dureza, hasta que lo destruyeron.