»Si alguno de tus compatriotas hebreos, sea hombre o mujer, se vende a ti como esclavo, solo te servirá seis años; al séptimo año lo dejarás en libertad. Y cuando lo despidas, no lo dejarás ir con las manos vacías, sino que le darás animales de tu rebaño y mucho trigo y vino; es decir, compartirás con él los bienes que el Señor tu Dios te haya dado. No olvides que también tú fuiste esclavo en Egipto, y que el Señor tu Dios te dio libertad. Por eso ahora te doy esa orden. »Pero si tu esclavo dice que no quiere dejarte porque siente cariño por ti y por tu familia, y porque lo tratas bien, entonces tomarás un punzón y, arrimándolo a la puerta de tu casa, le atravesarás la oreja; de esta manera será esclavo tuyo para siempre. Lo mismo harás si se trata de tu esclava. No te parezca mal dejar en libertad a tus esclavos, pues durante seis años te han servido por la mitad de lo que le habrías pagado a un jornalero; además, el Señor tu Dios te bendecirá en todo lo que hagas. »Todo primer macho que nazca de tus vacas o de tus ovejas, deberás consagrarlo al Señor tu Dios. »No hagas trabajar al primer ternerito de tus vacas, ni esquiles al primer corderito de tus ovejas. Cada año los comerás junto con tu familia y delante del Señor tu Dios, en el lugar que él haya escogido. Pero si tiene algún defecto, o es cojo o ciego, o tiene cualquier otra falta, no lo presentarás en sacrificio al Señor. Lo comerás en la ciudad donde vivas, y todos podrán comer de él, estén o no estén ritualmente puros, como cuando se come la carne de gacela o de ciervo. Pero no debes comer su sangre, sino derramarla en la tierra como agua.
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