Había un hombre llamado Naamán, jefe del ejército del rey de Siria, muy estimado y favorecido por su rey, porque el Señor había dado la victoria a Siria por medio de él. Pero este hombre estaba enfermo de lepra. En una de las correrías de los sirios contra los israelitas, una muchachita fue hecha cautiva, y se quedó al servicio de la mujer de Naamán. Esta muchachita dijo a su ama: —Si mi amo fuera a ver al profeta que está en Samaria, quedaría curado de su lepra. Naamán fue y le contó a su rey lo que había dicho aquella muchacha. Y el rey de Siria le respondió: —Está bien, ve, que yo mandaré una carta al rey de Israel. Entonces Naamán se fue. Tomó treinta mil monedas de plata, seis mil monedas de oro y diez mudas de ropa, y le llevó al rey de Israel la carta, que decía: «Cuando recibas esta carta, sabrás que envío a Naamán, uno de mis oficiales, para que lo sanes de su lepra.» Cuando el rey de Israel leyó la carta, se rasgó la ropa en señal de aflicción y dijo: —¿Acaso soy Dios, que da la vida y la quita, para que este me mande un hombre a que lo cure de su lepra? ¡Fíjense bien y verán que está buscando un pretexto contra mí!
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