y dijo: «Pongan atención, habitantes de Judá y de Jerusalén, y tú, rey Josafat. El Señor les dice: “No tengan miedo ni se asusten ante ese gran ejército, porque esta guerra no es de ustedes sino de Dios. Bajen mañana a atacarlos. Vienen subiendo por la cuesta de Sis, y ustedes los encontrarán en el extremo del arroyo que está frente al desierto de Jeruel. No son ustedes los que van a pelear esta batalla. Tomen posiciones, esténse quietos y verán cómo el Señor los librará. ¡Habitantes de Jerusalén y de todo Judá, no tengan miedo ni se asusten; marchen mañana contra ellos, porque el Señor está con ustedes!”»
Entonces Josafat se arrodilló y se inclinó hasta tocar el suelo con la frente, y los habitantes de Judá y Jerusalén se postraron ante el Señor para adorarlo. Y los levitas descendientes de Quehat y los descendientes de Coré empezaron a alabar en voz muy alta al Señor, Dios de Israel.
A la mañana siguiente se levantaron temprano para ponerse en camino hacia el desierto de Tecoa. Y en el momento de salir, Josafat se puso de pie para decirles: «Escúchenme, habitantes de Jerusalén y de Judá: confíen en el Señor, su Dios, y se sentirán seguros; confíen en sus profetas, y todo les saldrá bien.»
Y después de consultar con el pueblo, nombró algunos cantores para que, vestidos con ropas sagradas y marchando al frente de las tropas, alabaran al Señor con el himno: «Den gracias al Señor, porque su amor es eterno.»
Luego, en el momento en que empezaron a cantar con alegría himnos de alabanza, el Señor creó confusión entre los amonitas, los moabitas y los de la montaña de Seír, que venían a atacar a Judá, y fueron derrotados. Pues los amonitas y los moabitas atacaron a los de la montaña de Seír y los destruyeron por completo, y después de acabar con ellos, se destruyeron unos a otros. Cuando los hombres de Judá llegaron al sitio desde donde se ve el desierto, y miraron hacia el ejército enemigo, solo vieron cadáveres tendidos en el suelo. ¡Nadie había logrado escapar! Entonces acudieron Josafat y su gente a recoger lo que habían dejado los enemigos, y encontraron gran cantidad de ganado, armas, vestidos y objetos valiosos, y se apoderaron de todo. Había tantas cosas, que no podían llevárselas. Era tal la cantidad, que estuvieron tres días recogiendo cosas.
El cuarto día se reunieron en el valle de Beracá, y allí bendijeron al Señor. Por eso llamaron aquel lugar el valle de Beracá, nombre que lleva hasta hoy. Después todos los hombres de Judá y Jerusalén, con Josafat al frente, regresaron a Jerusalén muy contentos, porque el Señor les había dado motivo de alegría a costa de sus enemigos. Cuando llegaron a Jerusalén, fueron al templo del Señor al son de salterios, cítaras y trompetas.
Al saber que el Señor había luchado contra los enemigos de Israel, todas las naciones se llenaron de miedo a Dios. Y así el reinado de Josafat siguió tranquilo, porque Dios le concedió paz con los países vecinos.
Josafat reinó, pues, sobre Judá. Tenía treinta y cinco años cuando comenzó a reinar, y veinticinco años reinó en Jerusalén. Su madre se llamaba Azubá, y era hija de Silhí.
Josafat se condujo con rectitud, como Asá, su padre. Sus hechos fueron rectos a los ojos del Señor. Sin embargo, los santuarios en lugares altos no fueron quitados, pues el pueblo todavía no estaba firme en su propósito de seguir al Dios de sus antepasados.
El resto de su historia, desde el comienzo hasta el fin, está escrito en las crónicas de Jehú, hijo de Hananí, y está incluido en el libro de los reyes de Israel.
Más tarde, Josafat, rey de Judá, se alió con Ocozías, rey de Israel, el cual se comportaba perversamente. Se hizo su socio para construir barcos para ir a Tarsis, y los construyeron en Esión-guéber. Entonces Eliézer de Maresá, hijo de Dodavahu, pronunció contra Josafat esta profecía: «El Señor va a hacer pedazos lo que tú has hecho, por haberte asociado con Ocozías.» Y, en efecto, los barcos se hicieron pedazos y ya no pudieron ir a Tarsis.