y le dijo al sacerdote Abiatar, hijo de Ahimélec:
—Por favor, tráeme el efod.
En cuanto Abiatar llevó el efod a David, este consultó al Señor. Le preguntó:
—¿Debo perseguir a esa banda de ladrones? ¿Podré alcanzarla?
Y el Señor contestó:
—Persíguela, pues la alcanzarás y rescatarás a los prisioneros.
Inmediatamente David se puso en camino con los seiscientos hombres que le acompañaban, y llegaron al arroyo de Besor. Allí se quedaron doscientos hombres que estaban muy cansados para cruzar el arroyo, y con los otros cuatrocientos continuó David la persecución. Más tarde encontraron en el llano a un egipcio, y lo llevaron ante David, aunque antes tuvieron que darle de comer y de beber: le dieron una rebanada de torta de higo y dos tortas de uvas pasas. Después de comer, el egipcio se sintió más reanimado, pues hacía tres días y tres noches que no había comido ni bebido nada. Entonces le preguntó David:
—¿Quién es tu amo? ¿De dónde vienes?
El egipcio le respondió:
—Soy egipcio, criado de un amalecita, pero hace tres días mi amo me abandonó porque caí enfermo, pues fuimos a saquear la parte sur del territorio de los quereteos, y de los de Judá y de Caleb. También le prendimos fuego a Siclag.
—¿Me quieres conducir hasta esa banda de ladrones? —le preguntó David.
Y el egipcio contestó:
—Si me juras por Dios que no me matarás ni me entregarás a mi amo, te llevaré hasta ellos.
Y lo llevó hasta donde estaban los ladrones, los cuales se habían desparramado por todo el campo y estaban comiendo, bebiendo y haciendo fiesta por todo lo que habían robado en territorio filisteo y en territorio de Judá. Entonces David los atacó desde la mañana hasta la tarde, y los destruyó por completo, menos a cuatrocientos muchachos que montaron en sus camellos y lograron escapar.
David rescató todo lo que los amalecitas habían robado, y rescató también a sus dos mujeres. No les faltó ni la más pequeña cosa de todo lo que les habían quitado, ni tampoco faltó un solo niño ni adulto, pues David lo recuperó todo. También se apoderó David de todas sus ovejas y vacas, y los que arreaban el ganado decían que aquello era lo que había ganado David.
Cuando David llegó adonde estaban los doscientos hombres que por estar demasiado cansados no lo habían acompañado, sino que se habían quedado en el arroyo de Besor, salieron ellos a recibirlo a él y a sus acompañantes. David se acercó a ellos y los saludó. Pero algunos de sus hombres, que eran gente malvada y perversa, protestaron y dijeron que a quienes no habían ido con ellos no se les debía dar nada de lo que ellos habían obtenido, excepto sus mujeres e hijos, y que deberían irse después de recuperarlos. Sin embargo, David dijo:
—No hagan eso, amigos míos, después de todo lo que el Señor nos ha dado, y de que nos ha conservado la vida y ha puesto en nuestras manos a esa banda de ladrones que nos había atacado. En este caso nadie va a darles la razón, porque en el reparto lo mismo les toca a los que se quedan cuidando el equipo que a los que van a la batalla.
(Desde entonces, y hasta el presente, esta fue la práctica general en Israel.)
Cuando David llegó a Siclag, envió a sus amigos, los ancianos de Judá, una parte de lo que le había quitado al enemigo, junto con este mensaje: «Aquí tienen ustedes este regalo, que es parte de lo que les quité a los enemigos del Señor.» Y envió regalos a los que estaban en Betel, en Ramot del Négueb, en Jatir, en Aroer, en Sifmot, en Estemoa y en Racal, y también a los que estaban en las ciudades de Jerahmeel, en las ciudades de los quenitas, y en Hormá, en Corasán, en Atac, en Hebrón y en todos los sitios por donde él y sus hombres habían andado.