Pero Eliab, el hermano mayor de David, que le había oído hablar con aquellos hombres, se enfureció con él y le dijo:
—¿A qué has venido aquí? ¿Con quién dejaste esas cuantas ovejas que están en el desierto? Yo conozco tu atrevimiento y tus malas intenciones, porque has venido sólo para poder ver la batalla.
—¿Y qué he hecho ahora —contestó David—, si apenas he hablado?
Luego se apartó de su hermano, y al preguntarle a otro, recibió la misma respuesta. Algunos que oyeron a David preguntar, fueron a contárselo a Saúl, y este lo mandó llamar. Entonces David le dijo a Saúl:
—Nadie debe desanimarse por culpa de ese filisteo, porque yo, un servidor de Su Majestad, iré a pelear contra él.
—No puedes ir tú solo a luchar contra ese filisteo —contestó Saúl—, porque aún eres muy joven; en cambio, él ha sido hombre de guerra desde su juventud.
David contestó:
—Cuando yo, el servidor de Su Majestad, cuidaba las ovejas de mi padre, si un león o un oso venía y se llevaba una oveja del rebaño, iba detrás de él y se la quitaba del hocico; y si se volvía para atacarme, lo agarraba por la quijada y le daba de golpes hasta matarlo. Así fuera un león o un oso, este servidor de Su Majestad lo mataba. Y a este filisteo pagano le va a pasar lo mismo, porque ha desafiado al ejército del Dios viviente. El Señor, que me ha librado de las garras del león y del oso, también me librará de las manos de este filisteo.
Entonces Saúl le dijo:
—Anda, pues, y que el Señor te acompañe.