Luego el ángel me mostró un río de aguas que dan vida eterna. Ese río salía del trono de Dios y del Cordero, y era claro como el cristal; sus aguas pasaban por en medio de la calle principal de la ciudad. En cada orilla del río había árboles que daban fruto una vez al mes, o sea, doce veces al año. Sus frutos dan vida eterna, y sus hojas sirven para sanar las enfermedades de todo el mundo. En la ciudad no habrá nada ni nadie que desagrade a Dios. Allí estará el trono de Dios y del Cordero, y los servidores de Dios lo adorarán. Todos podrán ver a Dios cara a cara, y el nombre de Dios estará escrito en sus frentes. Allí nunca será de noche, y nunca nadie necesitará la luz de una lámpara ni la luz del sol, porque Dios el Señor será su luz, y ellos reinarán para siempre. El ángel me dijo: «Todos pueden confiar en lo que aquí se dice, pues es la verdad. El Señor, el mismo Dios que da su Espíritu a los profetas, ha enviado a su ángel para mostrarles a sus servidores lo que pronto sucederá.» Y Jesús dice: «¡Pongan atención! ¡Yo vengo pronto! Dios bendiga a los que hagan caso de la profecía que está en este libro.» Yo, Juan, vi y oí todas estas cosas. Y después de verlas y oírlas, me arrodillé para adorar al ángel que me las mostró, pero él me dijo: «¡No lo hagas! Adora a Dios, pues todos somos servidores de él: tanto tú como yo, y los profetas y todos los que obedecen la palabra de Dios.» Además me dijo: «No guardes en secreto las profecías de este libro, porque pronto sucederán. Deja que el malo siga haciendo lo malo; y que quien tenga la mente sucia, siga haciendo cosas sucias. Al que haga el bien, déjalo que siga haciéndolo, y al que haya entregado su vida a Dios, deja que se entregue más a él.»
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