dejó que los saltamontes acabaran con todos sus sembrados; destruyó sus viñas con granizo, y sus higueras, con inundaciones; dejó que los rayos y el granizo acabaran con sus vacas y sus ovejas. Dios estaba tan enojado que los castigó con dureza; les mandó todo un ejército de mensajeros de muerte; dio rienda suelta a su enojo y les mandó un castigo mortal; ¡no les perdonó la vida! En cada familia egipcia hirió de muerte a los hijos mayores. Pero a su pueblo lo guio y lo llevó por el desierto, como guía el pastor a sus ovejas; les dio seguridad para que no tuvieran miedo, pero hizo que a sus enemigos se los tragara el mar. Dejó que su pueblo ocupara toda la tierra prometida, la cual ganó con su poder. Conforme avanzaban los israelitas, Dios echaba fuera a las naciones, y a Israel le entregó las tierras de esos pueblos. ¡Fue así como los israelitas se establecieron allí! Pero pusieron a Dios a prueba: se opusieron al Dios altísimo y desobedecieron sus mandatos; no eran dignos de confianza; se portaron igual que sus padres, pues traicionaron a Dios y no le fueron fieles. Dios se puso muy furioso y rechazó del todo a Israel; se sintió traicionado pues adoraron a dioses falsos y les construyeron santuarios. Por eso Dios abandonó Siló, que era donde vivía en este mundo; ¡dejó que el cofre del pacto, que era el símbolo de su poder, cayera en manos enemigas!
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