Nuestros abuelos compraron barcos y se ganaron la vida comerciando en otros países. En alta mar presenciaron la acción maravillosa de nuestro Dios: Dios dio una orden, y vino un fuerte viento que levantaba grandes olas. Cuando se vieron en peligro, los marineros perdieron el valor; eran lanzados de arriba abajo, y de nada les servía ser marineros expertos, pues se tropezaban y caían como si estuvieran borrachos. Llenos de angustia, oraron a Dios, y él los sacó de su aflicción; calmó la furia de la tormenta, y aplacó las olas del mar. Cuando se calmó la tormenta, ellos se pusieron muy contentos y Dios los llevó a su destino. ¡Demos gracias a Dios por su amor, por todo lo que ha hecho en favor nuestro! ¡Que lo alaben todo el pueblo y sus gobernantes! Dios convirtió en desiertos los ríos y los manantiales, pero a la tierra fértil la convirtió en tierra inútil, porque los que allí vivían eran gente muy malvada; en cambio, al desierto lo convirtió en tierra fértil, rodeada de lagunas y manantiales. Al pueblo que había pasado hambre, lo dejó vivir allí, y ellos construyeron grandes ciudades, sembraron campos, plantaron viñedos, y tuvieron muy buenas cosechas. Dios les dio su bendición, y ellos tuvieron muchos hijos y sus ganados se multiplicaron. Tiempo después, los malvados los humillaron y los hicieron sufrir, hasta que solo unos pocos quedaron con vida. Pero Dios castigó a esos malvados y los hizo perderse por desiertos sin caminos. A la gente pobre Dios la saca de su aflicción y hace que sus familias aumenten como sus rebaños. Cuando la gente honrada ve esto, se llena de alegría; pero los malvados se quedan callados. Tomen esto en cuenta los sabios, y pónganse a meditar en lo mucho que Dios nos ama.
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