Era el mes de Abib cuando el pueblo de Israel llegó a Cadés, en el desierto de Sin. Allí se quedaron por algún tiempo, y allí murió María y fue enterrada. Como en ese lugar no había agua, el pueblo se reunió para hablar mal de Moisés y de Aarón. A Moisés le reclamaban: «¡Mejor nos hubiéramos muerto cuando Dios castigó a nuestros parientes! ¡Nos trajiste de Egipto, a nosotros y a nuestros ganados, tan solo para hacernos morir en este desierto! ¿Para qué nos trajiste a este lugar tan horrible? ¡Aquí no podemos sembrar higos, ni viñas, ni granadas! ¡Ni siquiera tenemos agua para beber!» Moisés y Aarón se apartaron de la gente y se fueron al santuario. Allí, en la entrada, se inclinaron hasta tocar el suelo con la cara, y Dios se presentó con toda su gloria. Le dijo a Moisés: «Toma tu vara, y pídele a tu hermano Aarón que te ayude a reunir a todo el pueblo. Luego, en presencia de todos, ordénale a la roca que les dé agua. Y sacarás agua de la roca, y beberá todo el pueblo y su ganado». Moisés hizo lo que Dios le mandó, y tomó la vara que estaba en presencia de Dios. Luego Moisés y Aarón reunieron delante de la roca a toda la gente, y Moisés les dijo: «¡Óiganme bien, rebeldes! ¿Acaso quieren que saquemos agua de esta roca para que ustedes beban?» Mientras decía esto, Moisés golpeó dos veces la roca con la vara, ¡y empezó a salir tanta agua que toda la gente y su ganado bebieron! Pero Dios les dijo a Moisés y a Aarón: «Ustedes no creyeron en mí, ni me honraron delante de los israelitas. Por eso, no entrarán con ellos al territorio que les voy a dar». Esto sucedió en Meribá, que significa «queja». Y es que allí los israelitas se quejaron contra Dios, y él les mostró que es un Dios santo.
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