Allí Dios le dijo a Moisés: «Este es el país que le daré a Israel. Así se lo prometí a Abraham, a Isaac y a Jacob, tus antepasados. He querido que lo veas, porque no vas a entrar en él». Moisés estuvo siempre al servicio de Dios. Tal como Dios lo había dicho, Moisés murió en Moab, frente a Bet-peor, y allí mismo fue enterrado, aunque nadie sabe el lugar exacto. Cuando murió, tenía ciento veinte años, gozaba de buena salud y la vista todavía no le fallaba. Los israelitas se quedaron treinta días en el desierto de Moab, para guardar luto por la muerte de Moisés. Esa era la costumbre en aquella época. Antes de morir, Moisés había puesto sus manos sobre la cabeza de Josué y Dios lo llenó de sabiduría. Por eso los israelitas obedecieron a Josué, y cumplieron con las órdenes que Dios le había dado a Moisés. Nunca más hubo en Israel un profeta como Moisés, que hablara con Dios cara a cara. Nunca nadie igualó las maravillas que Dios le mandó hacer contra Egipto y su rey. Nunca nadie tuvo más poder que Moisés, ni pudo imitar las grandes cosas que los israelitas le vieron hacer.
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