Tres días después, Pablo invitó a los líderes judíos que vivían en Roma, para que lo visitaran en la casa donde él estaba. Cuando ya todos estaban juntos, Pablo les dijo:
—Amigos israelitas, yo no he hecho nada contra nuestro pueblo, ni contra nuestras costumbres. Sin embargo, algunos judíos de Jerusalén me entregaron a las autoridades romanas. Los romanos me hicieron muchas preguntas y, como vieron que yo era inocente, quisieron dejarme libre. Pero como los judíos que me acusaban querían matarme, tuve que pedir que el emperador de Roma se hiciera cargo de mi situación. En realidad, no quiero causarle ningún problema a mi pueblo. Yo los he invitado a ustedes porque quería decirles esto: Me encuentro preso por tener la misma esperanza que tienen todos los judíos.
Los líderes contestaron:
—Nosotros no hemos recibido ninguna carta de Judea que hable acerca de ti. Ninguno de los que han llegado de allá te ha acusado de nada malo. Sin embargo, una cosa queremos, y es que nos digas lo que piensas, porque hemos sabido que en todas partes se habla en contra de este nuevo grupo, al que tú perteneces.
Entonces los líderes pusieron una fecha para reunirse de nuevo. Cuando llegó el día acordado, muchos judíos llegaron a la casa de Pablo. Y desde la mañana hasta la tarde, Pablo estuvo hablándoles acerca del reino de Dios. Usó la Biblia, porque quería que ellos aceptaran a Jesús como su salvador.
Algunos aceptaron lo que Pablo decía, pero otros no. Y como no pudieron ponerse de acuerdo, decidieron retirarse. Pero antes de hacerlo, Pablo les dijo:
«El Espíritu Santo dijo lo correcto cuando, por medio del profeta Isaías, les habló a los antepasados de ustedes:
“Ve y diles a los israelitas:
Por más que ustedes escuchen,
nada entenderán;
por más que miren,
nada verán.
Tienen el corazón endurecido,
tapados están sus oídos
y cubiertos sus ojos.
Por eso no pueden entender,
ni ver ni escuchar.
No quieren volverse a mí,
ni quieren que yo los sane.”»
Finalmente, Pablo les dijo: «¡Les aseguro que Dios quiere salvar a los que no son judíos! ¡Ellos sí escucharán!»
Pablo se quedó a vivir dos años en la casa que había alquilado, y allí recibía a todas las personas que querían visitarlo. Nunca tuvo miedo de hablar del reino de Dios, ni de enseñar acerca del Señor Jesús, el Mesías, ni nadie se atrevió a impedírselo.