Saúl ya no dejó que David volviera a su casa, sino que lo mantuvo cerca de él, de modo que Jonatán se hizo muy amigo de David. Tanto lo quería Jonatán que, desde ese mismo día, le juró que serían amigos para siempre, pues lo amaba como a sí mismo. En prueba de su amistad, Jonatán le dio a David su ropa de príncipe, junto con su arco y su espada con todo y cinturón. Siempre que Saúl enviaba a David a luchar contra los filisteos, David salía victorioso. Por eso Saúl lo puso como jefe de sus soldados. Esto le gustó mucho a todo el pueblo, y también a los otros jefes del ejército de Saúl. Sin embargo, desde el día en que David mató a Goliat, Saúl comenzó a tener mucha envidia de David. Y es que cuando el ejército regresó de la batalla, las mujeres salieron a recibir al rey y en sus danzas y cantos decían: «Saúl mató a mil soldados, pero David mató a diez mil». Al oír tales cantos, Saúl se enojó mucho y pensó: «A David le dan diez veces más importancia que a mí. ¡Ahora solo falta que me quite el trono!» Al día siguiente, mientras David tocaba el arpa, Dios envió a un espíritu malo para que atormentara a Saúl. Entonces Saúl se puso como loco dentro del palacio, y como tenía una lanza en la mano, se la arrojó a David con la intención de dejarlo clavado en la pared. Pero David logró quitarse a tiempo dos veces. Saúl le tenía miedo a David, pues se daba cuenta de que Dios lo cuidaba y lo ayudaba a ganar las batallas, mientras que a él lo había abandonado. Entonces Saúl envió a David al campo de batalla y lo puso al frente de mil soldados. David ganó todas las batallas que sostuvo, porque Dios lo ayudaba. En todo Israel y Judá querían mucho a David porque él era su líder.
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