El rey David fue a la carpa donde estaba el cofre del pacto, se sentó delante de Dios, y le dijo: «Mi Dios, ¿cómo puedes darme todo esto si mi familia y yo valemos tan poco? ¿Y cómo es posible que prometas darme aún más, y que siempre bendecirás a mis descendientes? Me tratas como si fuera yo alguien muy importante. ¿Qué más te puedo decir Dios mío, por haberme honrado así, si tú me conoces muy bien? »Tú me dejas conocer tus grandes planes, porque así lo has querido. ¡Qué grande eres, Dios mío! ¡Todo lo que de ti sabemos es verdad! ¡No hay ningún otro Dios como tú, ni existe tampoco otra nación como tu pueblo Israel! ¿A qué otra nación la libraste de la esclavitud? ¿A qué otra nación la hiciste tan famosa? »Tú hiciste muchos milagros en favor nuestro, y arrojaste lejos de nosotros a las naciones y a sus dioses. Así nosotros hemos llegado a ser tu pueblo, y tú eres nuestro Dios; y esto será así por siempre. »Mi Dios, yo te pido que le cumplas a mis descendientes estas promesas que nos acabas de hacer. Haz que ellos se mantengan en tu servicio, para que tu nombre sea siempre reconocido. Y que todo el mundo diga: “El Dios de Israel es el Dios todopoderoso”. »Dios mío, yo me atrevo a pedirte esto porque tú has dicho que mis descendientes serán siempre los reyes de tu pueblo. »Tú eres Dios, y has prometido hacerme bien. Por eso te ruego que bendigas a mis descendientes para que siempre te sirvan, porque a quien tú bendigas le irá bien».
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