Un día estaba yo en la ventana de mi casa,
y miraba a través de la celosía.
Observaba yo a los jóvenes incautos,
y me llamó la atención uno de ellos,
claramente falto de entendimiento,
que cruzó la calle, dobló la esquina,
y se dirigió a la casa de esa mujer.
Era tarde, y comenzaba a oscurecer;
las sombras de la noche comenzaban a caer.
De pronto, esa mujer salió a su encuentro,
vestida como ramera y con claras intenciones:
Era provocativa y desafiante,
de esas que no pueden poner un pie en su casa.
Unas veces en la calle, otras veces en las plazas,
y en constante acecho en las esquinas.
Se prendió de él, le dio un beso,
y descaradamente le propuso:
«Yo había prometido sacrificios de paz,
y hoy he cumplido con mis votos.
¡Por eso he salido a tu encuentro!
¡Ansiaba verte, y he dado contigo!
Mi lecho lo he cubierto con finas colchas,
colchas recamadas con hilo egipcio.
Mi alcoba la he perfumado
con mirra, áloes y canela.
¡Ven, embriaguémonos de amores!
¡Gocemos del amor hasta el amanecer!
Mi marido no está en casa,
pues salió para hacer un largo viaje.
Se llevó la bolsa de dinero,
y no volverá hasta el día señalado.»
La mujer lo venció con sus muchas lisonjas;
lo persuadió con sus labios zalameros,
y el joven se fue enseguida tras ella,
como el buey que va al degolladero;
como el necio que preso avanza al castigo,
hasta que una flecha le parte el corazón;
como el ave que vuela presurosa hacia la red,
sin saber que eso le costará la vida.