»Además, el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo. Cuando alguien encuentra el tesoro, lo esconde de nuevo y, muy feliz, va y vende todo lo que tiene, y compra ese campo.
»También el reino de los cielos es semejante a un comerciante que busca buenas perlas,
y que cuando encuentra una perla preciosa, va y vende todo lo que tiene, y compra la perla.
»Asimismo, el reino de los cielos es semejante a una red que, lanzada al agua, recoge toda clase de peces.
Una vez que se llena, la sacan a la orilla, y los pescadores se sientan a echar el buen pescado en cestas, y desechan el pescado malo.
Así será el fin del mundo: los ángeles saldrán y apartarán de los hombres justos a la gente malvada,
y a esta gente la echarán en el horno de fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.»
Jesús les preguntó: «¿Han comprendido todo esto?» Ellos respondieron: «Sí, Señor.»
Él les dijo: «Por eso todo escriba que ha sido instruido en el reino de los cielos es semejante al dueño de una casa, que de su tesoro saca cosas nuevas y cosas viejas.»
Cuando Jesús terminó de exponer estas parábolas, se fue de allí.
Al llegar a su tierra, les enseñaba en la sinagoga del lugar. La gente se asombraba y decía: «¿De dónde le viene a este la sabiduría? ¿Cómo es que hace estos milagros?
¿Acaso no es este el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos son Jacobo, José, Simón y Judas?
¿No están todas sus hermanas con nosotros? ¿De dónde, pues, le viene todo esto?»
Y les era muy difícil entenderlo. Pero Jesús les dijo: «No hay profeta sin honra, sino en su propia tierra y en su propia familia.»
Y por la incredulidad de ellos no hizo allí muchos milagros.