Lo mismo hicieron el segundo día: le dieron otra vuelta a la ciudad, y volvieron al campamento. Esto mismo lo hicieron durante seis días.
El séptimo día todo el pueblo se levantó al despuntar el alba, y rodeó la ciudad siete veces. Ese fue el único día que la rodearon siete veces.
Pero al tocar los sacerdotes las bocinas por séptima vez, Josué ordenó al pueblo:
«Griten con todas sus fuerzas, porque el Señor les ha entregado la ciudad.
Y será destruida en honor al Señor, con todo lo que hay en ella. Solamente quedará con vida Rajab la ramera y los que estén en su casa, porque ella escondió a los hombres que enviamos a reconocer el lugar.
Y ustedes, tengan cuidado de no caer bajo condenación. No toquen ni tomen nada de lo que está bajo maldición, para que el campamento de Israel no sea destruido y perturbado.
Todo lo que sea de plata y oro, y los utensilios de bronce y de hierro, se consagrarán al Señor y entrarán en su tesoro.»
El pueblo lanzó fuertes gritos, y los sacerdotes tocaron las bocinas; y cuando el pueblo oyó el sonido de las bocinas, gritó con más fuerza, y la muralla se vino abajo. Entonces el pueblo marchó directamente contra la ciudad, y la tomó.
Destruyeron a filo de espada todo lo que había en la ciudad: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, y bueyes, ovejas y asnos.
Entonces Josué les dijo a los dos hombres que habían ido a reconocer la tierra:
«Vayan a la casa de la ramera, y háganla salir de allí con todas sus pertenencias, tal y como se lo prometieron.»
Aquellos entraron y sacaron a Rajab, a su padre y a su madre, y a sus hermanos y a toda su parentela, con todas sus pertenencias, y los pusieron fuera del campamento de Israel.
Luego le prendieron fuego a la ciudad, con todo lo que en ella había. Solamente pusieron la plata, el oro y los utensilios de bronce y de hierro en el tesoro de la casa del Señor.
Josué le salvó la vida a Rajab la ramera, lo mismo que a la casa de su padre, y puso a salvo todas sus pertenencias, en recompensa por haber escondido a los mensajeros que Josué envió a reconocer Jericó. Además, a Rajab se le permitió vivir entre los israelitas, hasta el día de hoy.
Por aquellos días Josué lanzó una maldición. Dijo así:
«Maldito sea delante del Señor cualquiera que se atreva a reconstruir esta ciudad de Jericó. Sobre su hijo primogénito echará los cimientos, y sobre su hijo menor construirá las puertas.»
Y el Señor estaba con Josué, y su fama se extendió por toda la tierra.