Los cinco reyes huyeron y se escondieron en una cueva en Maceda,
pero cuando le avisaron a Josué que habían hallado a los cinco reyes escondidos en esa cueva,
dijo:
«Tapen la entrada de la cueva con grandes piedras, y pongan guardias frente a ella.
Y ustedes, no se detengan; sigan a sus enemigos y atáquenlos por la retaguardia. No los dejen entrar a sus ciudades, porque el Señor nuestro Dios los ha entregado en sus manos.»
Josué y el pueblo de Israel hirieron a los amorreos hasta destruirlos, pero algunos de ellos lograron entrar en las ciudades fortificadas.
Después, todo el pueblo volvió sano y salvo al campamento en Maceda, donde estaba Josué, y no hubo nadie que hablara mal de los hijos de Israel.
Entonces Josué dijo:
«Abran la entrada de la cueva donde están los cinco reyes amorreos, y sáquenlos.»
Así lo hicieron, y sacaron a los reyes de Jerusalén, Hebrón, Jarmut, Laquis y Eglón,
y los llevaron ante Josué. Entonces él llamó a todos los hombres de Israel y a los jefes de los guerreros que lo habían acompañado, y les dijo:
«Pongan sus pies sobre el cuello de estos reyes.»
Ellos se acercaron y se pararon sobre su cuello,
y entonces Josué les dijo:
«No tengan miedo. No se atemoricen, sino sean fuertes y valientes, porque así hará el Señor con todos sus enemigos, contra quienes ustedes peleen.»
Después de eso, Josué los hirió de muerte e hizo que los colgaran en cinco árboles, en donde se quedaron colgados hasta que cayó la noche.
Cuando el sol estaba por ocultarse, mandó que los bajaran de los árboles y que los arrojaran dentro de la cueva donde se habían ocultado; luego se tapó la entrada de la cueva con grandes piedras, y estas permanecen hasta el día de hoy.
Ese mismo día Josué tomó Maceda y mató a su rey y a sus habitantes a filo de espada. Los destruyó por completo, y arrasó con todo lo que tenía vida; hizo con el rey de Maceda lo mismo que había hecho con el rey de Jericó.