Dicho esto, Marta fue y llamó a María, su hermana, y en secreto le dijo: «El Maestro está aquí, y te llama.»
Al oír esto, ella se levantó de prisa y fue a su encuentro.
Jesús todavía no había entrado en la aldea, sino que estaba en el lugar donde Marta lo había encontrado.
Cuando los judíos que estaban en casa con María, y la consolaban, vieron que ella se había levantado de prisa y había salido, la siguieron. Decían: «Va al sepulcro, a llorar allí.»
Y cuando María llegó a donde estaba Jesús, y lo vio, se arrojó a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.»
Entonces Jesús, al ver llorar a María y a los judíos que la acompañaban, se conmovió profundamente y, con su espíritu turbado,
dijo: «¿Dónde lo pusieron?» Le dijeron: «Señor, ven a verlo.»
Y Jesús lloró.
Los judíos dijeron entonces: «Miren cuánto lo amaba.»
Pero algunos de ellos dijeron: «Y este, que le abrió los ojos al ciego, ¿no podría haber evitado que Lázaro muriera?»
Una vez más profundamente conmovido, Jesús fue al sepulcro, que era una cueva y tenía una piedra puesta encima.
Jesús dijo: «Quiten la piedra.» Marta, la hermana del que había muerto, le dijo: «Señor, ya huele mal, pues ha estado allí cuatro días.»
Jesús le dijo: «¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la piedra. Y Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado.
Yo sabía que siempre me escuchas; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado.»
Y habiendo dicho esto, clamó a gran voz: «¡Lázaro, ven fuera!»
Y el que había muerto salió, con las manos y los pies envueltos en vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Entonces Jesús les dijo: «Quítenle las vendas, y déjenlo ir.»