Por eso Cristo es mediador de un nuevo pacto, para que los llamados reciban la promesa de la herencia eterna, pues con su muerte libera a los hombres de los pecados cometidos bajo el primer pacto.
Porque cuando hay un testamento, es necesario que haya constancia de la muerte del que lo hizo,
ya que un testamento no tiene ningún valor mientras el que lo hizo siga con vida.
Por eso, ni siquiera el primer pacto se estableció sin sangre,
porque después de que Moisés anunció todos los mandamientos de la ley a todo el pueblo, tomó la sangre de los becerros y de los machos cabríos junto con agua, lana escarlata y una rama de hisopo, y roció el libro de la ley y a todo el pueblo.
Entonces le dijo al pueblo: «Esta es la sangre del pacto que Dios les ha mandado.»
Además de esto, con la sangre roció también el tabernáculo y todos los vasos del ministerio.
Según la ley, casi todo es purificado con sangre; pues sin derramamiento de sangre no hay perdón.
Por lo tanto, era absolutamente necesario que las réplicas de las cosas celestiales fueran purificadas así; pero las cosas celestiales mismas necesitan mejores sacrificios que estos,
porque Cristo no entró en el santuario hecho por los hombres, el cual era un mero reflejo del verdadero, sino que entró en el cielo mismo para presentarse ahora ante Dios en favor de nosotros.
Y no entró para ofrecerse muchas veces, como el sumo sacerdote, que cada año entra en el Lugar Santísimo con sangre ajena.
Si así fuera, Cristo habría tenido que morir muchas veces desde la creación del mundo; pero ahora, al final de los tiempos, se presentó una sola vez y para siempre, y se ofreció a sí mismo como sacrificio para quitar el pecado.
Y así como está establecido que los hombres mueran una sola vez, y después venga el juicio,
así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; pero aparecerá por segunda vez, ya sin relación con el pecado, para salvar a los que lo esperan.