Si la perfección se alcanzara mediante el sacerdocio levítico (ya que bajo este el pueblo recibió la ley), ¿qué necesidad habría de que aún se levantara otro sacerdote, según el orden de Melquisedec y no según el de Aarón? Porque al cambiar el sacerdocio, también se tiene que cambiar la ley. Pero nuestro Señor, de quien la Escritura dice esto, era de otra tribu, de la cual nadie sirvió al altar. Es bien sabido que nuestro Señor procedía de la tribu de Judá, acerca de la cual Moisés no dijo nada en relación con el sacerdocio. Esto resulta más evidente si el nuevo sacerdote que se levanta es alguien semejante a Melquisedec, quien no llegó a ser sacerdote por ceñirse a una ley meramente humana, sino por el poder de una vida indestructible. Pues de él se hace constar: «Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec». De modo que el mandamiento anterior queda anulado por resultar endeble e inútil, ya que la ley no perfeccionó nada, y en su lugar tenemos una esperanza mejor, por la cual nos acercamos a Dios.
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