Por la fe, pasaron por el Mar Rojo como si pisaran tierra seca; y cuando los egipcios intentaron hacer lo mismo, murieron ahogados.
Por la fe, cayeron las murallas de Jericó después de rodearlas siete días.
Por la fe, la ramera Rajab no murió junto con los desobedientes, pues había recibido en paz a los espías.
¿Y qué más puedo decir? Tiempo me faltaría para hablar de Gedeón, de Barac, de Sansón, de Jefté, de David, así como de Samuel y de los profetas,
que por la fe conquistaron reinos, impartieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones,
apagaron fuegos impetuosos, escaparon del filo de la espada, sacaron fuerzas de flaqueza, llegaron a ser poderosos en batallas y pusieron en fuga a ejércitos extranjeros.
Hubo mujeres que por medio de la resurrección recuperaron a sus muertos. Pero otros fueron atormentados, y no aceptaron ser liberados porque esperaban obtener una mejor resurrección.
Otros sufrieron burlas y azotes, y hasta cadenas y cárceles.
Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de un lado a otro cubiertos de pieles de oveja y de cabra, pobres, angustiados y maltratados.
Estos hombres, de los que el mundo no era digno, anduvieron errantes por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra.
Y aunque por medio de la fe todos ellos fueron reconocidos y aprobados, no recibieron lo prometido.
Todo esto sucedió para que ellos no fueran perfeccionados aparte de nosotros, pues Dios había preparado algo mejor para nosotros.