Pero el suegro de Moisés le dijo:
«Esto que haces no está bien,
pues te cansarás tú, y también se cansará este pueblo. Este trabajo es demasiado pesado para ti, y no vas a poder hacerlo tú solo.
Préstame atención, que voy a darte un consejo, y que Dios te acompañe. Preséntate ante Dios en lugar del pueblo, y somete a su juicio todos los problemas.
Enséñales a ellos las ordenanzas y las leyes, e indícales cómo deben conducirse, y qué deben hacer.
Además, escoge de entre el pueblo algunos hombres respetables y temerosos de Dios, confiables y nada ambiciosos, y ponlos al frente de grupos de mil, cien, cincuenta y diez personas.
Que se ocupen ellos de juzgar al pueblo en todo momento, que dicten sentencia en cuestiones menores, y que a ti te remitan todo asunto de gravedad. Así aligerarás tu carga, pues ellos la llevarán contigo.
Si haces esto, y Dios así te lo ordena, podrás resistir; además, todo el pueblo volverá tranquilo a su casa.»
Moisés atendió a la voz de su suegro, e hizo todo lo que le dijo,
pues de entre todo Israel escogió hombres respetables y los puso a cargo del pueblo como jefes de grupos de mil, cien, cincuenta y diez personas.
Ellos juzgaban al pueblo en todo momento y dictaban sentencia en todo asunto menor, y remitían a Moisés las cuestiones difíciles de resolver.
Después Moisés despidió a su suegro, y este volvió a su tierra.