Y me dijo:
«Tú, Daniel, eres muy amado. Ponte de pie y presta atención a lo que voy a decirte, porque he sido enviado a ti.»
Mientras aquel hombre me decía esto, yo me puse en pie, aunque tembloroso.
Entonces aquel hombre me dijo:
«No tengas miedo, Daniel, porque tus palabras fueron oídas desde el primer día en que dispusiste tu corazón a entender y a humillarte en la presencia de tu Dios. Precisamente por causa de tus palabras he venido.
El príncipe del reino de Persia se me enfrentó durante veintiún días, pero Miguel, que es uno de los príncipes más importantes, vino en mi ayuda, y me quedé allí, con los reyes de Persia.
Ahora he venido para hacerte saber lo que va a sucederle a tu pueblo en los últimos días. La visión es para esos días.»
Mientras aquel hombre me hablaba, yo permanecía con la mirada baja y en silencio.
Pero aquel que estaba delante de mí, y que era semejante a un hijo de hombre, me tocó los labios, y por eso me atreví a hablar. Le dije:
«Mi señor, esta visión me causa mucho dolor y me ha dejado sin fuerzas.
¿Cómo podré hablar con mi señor, si soy su humilde siervo?»
¡Y es que al instante me faltaron las fuerzas, y me quedé sin aliento!
Pero aquel que tenía semejanza de hombre me tocó otra vez, me dio nuevas fuerzas,
y me dijo:
«La paz sea contigo, amado Daniel. No tengas miedo, sino sobreponte y cobra ánimo.»
Mientras aquel hombre me hablaba, recobré las fuerzas, y dije:
«Mi señor me ha infundido ánimo. Hábleme ahora.»
Y me dijo:
«¿Sabes por qué he venido a verte? Pues porque ahora tengo que volver a pelear contra el príncipe de Persia, y cuando termine de pelear con él, vendrá el príncipe de Grecia.
Aparte de Miguel, el príncipe de ustedes, nadie me ayuda contra ellos. Pero yo voy a revelarte lo que está escrito en el libro de la verdad.