Al oírlos, todos juntos elevaron sus voces a Dios y dijeron: «Soberano Señor, tú creaste el cielo y la tierra, y el mar y todo lo que hay en ellos;
tú, Padre nuestro, por medio del Espíritu Santo dijiste en labios de tu siervo David:
»¿Por qué se amotinan las gentes,
y los pueblos piensan cosas vanas?
Los reyes de la tierra se reunieron,
y los príncipes se confabularon,
contra el Señor, y contra su Cristo.
»Es un hecho que Herodes y Poncio Pilato, junto con los no judíos y el pueblo de Israel, se reunieron en esta ciudad en contra de tu santo Hijo y ungido, Jesús,
para hacer todo lo que, por tu poder y voluntad, ya habías determinado que sucediera.
Ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a estos siervos tuyos proclamar tu palabra sin ningún temor.
Extiende también tu mano, y permite que se hagan sanidades y señales y prodigios en el nombre de tu santo Hijo Jesús.»
Cuando terminaron de orar, el lugar donde estaban congregados se sacudió, y todos fueron llenos del Espíritu Santo y proclamaban la palabra de Dios sin ningún temor.
Todos los que habían creído eran de un mismo sentir y de un mismo pensar. Ninguno reclamaba como suyo nada de lo que poseía, sino que todas las cosas las tenían en común.
Y los apóstoles daban un testimonio poderoso de la resurrección del Señor Jesús, y la gracia de Dios sobreabundaba en todos ellos.
Y no había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían terrenos o casas, los vendían, y el dinero de lo vendido lo llevaban
y lo ponían en manos de los apóstoles, y este era repartido según las necesidades de cada uno.