Pero al poco tiempo un viento huracanado, conocido como Euroclidón, dio contra la nave
y la arrastró. Como no fue posible poner proa al viento, simplemente nos dejamos llevar por el viento.
Luego de deslizarnos a sotavento de la isla llamada Cauda, con muchas dificultades pudimos recoger la lancha salvavidas,
la cual fue subida a bordo y atada a la nave. Por temor a quedar varados en la arena, se arriaron las velas y la nave quedó a la deriva.
Como éramos azotados por una furiosa tempestad, al siguiente día se comenzó a aligerar la nave de su carga,
y al tercer día se arrojaron los aparejos de la nave.
Durante muchos días no pudieron verse el sol ni las estrellas, y la fuerte tempestad nos seguía azotando, así que ya habíamos perdido toda esperanza de salvarnos.
Como hacía mucho que no comíamos, Pablo se puso de pie y dijo: «Amigos, ustedes debieron haberme hecho caso, y no haber zarpado de Creta. Así se habría evitado este perjuicio y esta pérdida.
Pero yo les pido que no pierdan el ánimo, pues ninguno de ustedes perderá la vida. Solamente se perderá la nave.
Lo sé porque esta noche ha estado conmigo el ángel del Dios, a quien sirvo y pertenezco,
y me ha dicho: “Pablo, no tengas miedo. Es necesario que comparezcas ante el emperador. Dios te ha concedido que todos los que navegan contigo salgan ilesos.”
Así que, ¡anímense, amigos míos!, que Dios hará todo tal y como me lo ha dicho.
Sin embargo, necesitamos llegar a alguna isla.»
Catorce noches después de navegar a la deriva por el mar Adriático, a eso de la medianoche los marineros intuyeron que estaban cerca de tierra,
así que echaron la sonda y esta marcaba una profundidad de treinta y seis metros; un poco más adelante volvieron a echarla, y ya marcaba veintisiete.
Ante el temor de dar con algunos escollos, se echaron cuatro anclas por la popa, esperando con ansias que amaneciera.
Algunos marineros trataron de huir de la nave y, aparentando que querían soltar las anclas de proa, echaron al mar la lancha salvavidas;
pero Pablo les dijo al centurión y a los soldados: «Si estos no se quedan en la nave, ustedes no se podrán salvar.»
Entonces los soldados cortaron las amarras de la lancha y dejaron que esta se perdiera.
Comenzaba a amanecer cuando Pablo los animó a comer. Les dijo: «Ya van catorce días que ustedes están en ayunas y en compás de espera. ¡No han comido nada!
Yo les ruego que coman algo para mantenerse sanos. Tengan la seguridad de que no van a perder ni un cabello de su cabeza.»
Dicho esto, Pablo tomó el pan y dio gracias a Dios en presencia de todos; luego lo partió y comenzó a comer.
Entonces todos se animaron y también comieron.
Los que estábamos en la nave éramos un total de doscientas setenta y seis personas.
Ya satisfechos, se arrojó el trigo al mar y se aligeró la nave.
Al llegar el día, no reconocieron el lugar, pero vieron una ensenada que tenía playa, y acordaron hacer el intento de encallar allí.
Soltaron las anclas y las dejaron en el mar; soltaron también las amarras del timón, izaron al viento la vela de proa, y se enfilaron hacia la playa.
Como encontraron un lugar de dos corrientes, hicieron encallar la nave; allí la proa quedó inmóvil y enclavada en la arena, pero la violencia del mar hizo pedazos la popa.
Entonces los soldados acordaron matar a los presos, para que ninguno tratara de fugarse nadando,
pero el centurión quería salvar a Pablo, así que les impidió su intento y ordenó que los que supieran nadar fueran los primeros en echarse al mar para llegar a tierra,
y que los demás usaran tablas, o algunos restos de la nave. Fue así como todos pudimos llegar a tierra y salvarnos.