Doy gracias a Dios, a quien, como mis antepasados, sirvo con limpia conciencia, de que siempre, día y noche, me acuerdo de ti en mis oraciones. Al acordarme de tus lágrimas siento deseos de verte, para llenarme de gozo; pues me viene a la memoria la fe sincera que hay en ti, la cual habitó primero en tu abuela Loida, y en tu madre Eunice, y estoy seguro de que habita en ti también. Por eso te aconsejo que avives el fuego del don de Dios, que por la imposición de mis manos está en ti. Porque no nos ha dado Dios un espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio.
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