Y cada año era lo mismo: Peniná se burlaba de Ana cada vez que iban a la casa del Señor, y por lo tanto Ana lloraba y no comía.
Un día, Elcana le preguntó:
«Ana, ¿por qué lloras? ¿Por qué no comes? ¿Por qué estás afligida? ¿Acaso yo no soy para ti mejor que diez hijos?»
Y Ana se levantó, después de comer y beber en Silo. El sacerdote Elí estaba sentado en una silla, junto a un pilar del templo del Señor.
Entonces ella oró y lloró al Señor con mucha amargura,
y le hizo un voto. Le dijo:
«Señor de los ejércitos, si te dignas mirar la aflicción de esta sierva tuya, y te acuerdas de mí y me das un hijo varón, yo te lo dedicaré, Señor, para toda su vida. Yo te prometo que jamás la navaja rozará su cabeza.»
Y mientras ella oraba largamente delante del Señor, Elí la observaba mover los labios.
Y es que Ana le hablaba al Señor desde lo más profundo de su ser, y sus labios se movían pero no se oía su voz, así que Elí creyó que estaba ebria.
Entonces le dijo:
«¿Hasta cuándo vas a estar ebria? Digiere ya tu vino.»
Pero Ana le respondió:
«No, señor mío; no estoy ebria. No he bebido vino ni sidra. Lo que pasa es que estoy muy desanimada, y vine a desahogarme delante del Señor.
No pienses que tu sierva es una mujer impía. Es tan grande mi congoja y mi aflicción, que hasta ahora he estado hablando.»
Elí le respondió:
«Vete en paz, y que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido.»
Y ella respondió:
«Espero que veas con buenos ojos a esta sierva tuya.»
Y Ana se fue de allí, y comió, y dejó de estar triste.
Por la mañana, adoraron delante del Señor y regresaron todos a su casa en Ramá. Allí, Elcana tuvo relaciones con Ana, y el Señor se acordó de lo que ella le había pedido.
Ana quedó embarazada y, cuando se cumplió el tiempo, dio a luz un hijo, al que le puso por nombre Samuel, pues dijo: «Yo se lo pedí al Señor.»