Tú, amada mía, eres bella como Tirsá, hermosa como Jerusalén imponente como ejército con sus banderas. Aparta de mí la mirada, que tus ojos me tienen fascinado. Tus cabellos son como los rebaños de cabras que descienden de Galaad. Tus dientes son como rebaños de ovejas que ascienden después de haber sido bañadas. Cada una de ellas tiene gemelas, ninguna de ellas está sola. Tus mejillas, tras el velo, parecen dos mitades de granadas. Pueden ser sesenta las reinas, ochenta las concubinas e innumerables las vírgenes, pero una sola es preciosa, paloma mía, la hija consentida de su madre, la favorita de quien le dio la vida. Las doncellas la ven y la bendicen; las reinas y las concubinas la alaban. ¿Quién es esta, admirable como la aurora? ¡Es bella como la luna, radiante como el sol, imponente como ejército con sus banderas! Descendí al huerto de los nogales para admirar los nuevos brotes en el valle, para admirar los retoños de las vides y los granados en flor. Sin darme cuenta, mi pasión me puso entre las carrozas reales de mi pueblo. Vuelve, Sulamita, vuelve; vuélvete a nosotros, ¡queremos contemplarte!
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