En otro tiempo yo tenía vida aparte de la Ley; pero cuando vino el mandamiento, cobró vida el pecado y yo morí. Se me hizo evidente que el mismo mandamiento que debía haberme dado vida me llevó a la muerte; porque el pecado se aprovechó del mandamiento, me engañó y por medio de él me mató.
Concluimos, pues, que la Ley es santa y que el mandamiento es santo, justo y bueno. Pero entonces, ¿lo que es bueno se convirtió en muerte para mí? ¡De ninguna manera! Más bien fue el pecado lo que, valiéndose de lo bueno, me produjo la muerte. Ocurrió así para que el pecado se manifestara claramente; o sea, para que mediante el mandamiento se demostrara lo extremadamente malo que es el pecado.
Sabemos, en efecto, que la Ley es espiritual. Pero yo soy meramente humano y estoy vendido como esclavo al pecado. No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco. Ahora bien, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo en que la Ley es buena; pero en ese caso, ya no soy yo quien lo lleva a cabo, sino el pecado que habita en mí. Yo sé que en mí, es decir, en mi carne, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí.
Así que descubro esta ley: que cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal. Porque en lo íntimo de mi ser me deleito en la Ley de Dios; pero me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra lo que considero bueno, y me tiene cautivo. ¡Soy un pobre miserable! ¿Quién me librará de este cuerpo sujeto a la muerte? ¡Gracias a Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor!
En conclusión, con la mente yo mismo me someto a la Ley de Dios, pero mi carne está sujeta a la ley del pecado.