Entonces oí una voz del cielo que decía: «Escribe: Dichosos los que de ahora en adelante mueren en el Señor». «Sí —dice el Espíritu—, ellos descansarán de sus fatigosas tareas, pues sus obras los acompañan». Miré y apareció una nube blanca, sobre la cual estaba sentado alguien «con aspecto de un hijo de hombre». En la cabeza tenía una corona de oro y en la mano, una hoz afilada. Entonces salió del templo otro ángel y gritó al que estaba sentado en la nube: «Mete la hoz y recoge la cosecha; ya es tiempo de segar, pues la cosecha de la tierra está madura». Así que el que estaba sentado sobre la nube pasó la hoz y la tierra fue segada. Del templo que está en el cielo salió otro ángel, que también llevaba una hoz afilada. Del altar salió otro ángel, que tenía autoridad sobre el fuego y gritó al que llevaba la hoz afilada: «Mete tu hoz y corta los racimos del viñedo de la tierra, porque sus uvas ya están maduras». El ángel pasó la hoz sobre la tierra, recogió las uvas y las echó en el gran lagar de la ira de Dios. Las uvas fueron exprimidas fuera de la ciudad y del lagar salió sangre, la cual llegó hasta los frenos de los caballos en una extensión de mil seiscientos estadios.
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