Los hombres y las mujeres del pueblo protestaron enérgicamente contra sus hermanos judíos, pues había quienes decían: «Si contamos a nuestros hijos y a nuestras hijas, ya somos muchos. Necesitamos conseguir trigo para subsistir».
Otros se quejaban: «Por conseguir trigo para no morirnos de hambre, hemos hipotecado nuestros campos, viñedos y casas».
Había también quienes se quejaban: «Tuvimos que empeñar nuestros campos y viñedos para conseguir dinero prestado y así pagar el tributo al rey. Y aunque nosotros y nuestros hermanos somos de la misma sangre, y nuestros hijos y los suyos son iguales, a nosotros nos ha tocado vender a nuestros hijos e hijas como esclavos. De hecho, hay hijas nuestras sirviendo como esclavas, y no podemos rescatarlas, puesto que nuestros campos y viñedos están en poder de otros».
Cuando oí sus palabras de protesta, me enojé muchísimo. Y, después de reflexionar, reprendí a los nobles y gobernantes:
—¡Es inconcebible que sus propios hermanos les exijan el pago de intereses!
Convoqué además una gran asamblea contra ellos y allí recriminé:
—Hasta donde nos ha sido posible, hemos rescatado a nuestros hermanos judíos que fueron vendidos a los paganos. ¡Y ahora son ustedes quienes venden a sus hermanos, después de que nosotros los hemos rescatado! Todos se quedaron callados, pues no sabían qué responder.
Yo añadí:
—Lo que están haciendo ustedes es incorrecto. ¿No deberían caminar en el temor de Dios y evitar así el reproche de los paganos, nuestros enemigos? Mis hermanos y mis criados, y hasta yo mismo, les hemos prestado dinero y trigo. Pero ahora, ¡quitémosles esa carga de encima! Yo les ruego que les devuelvan campos, viñedos, olivares y casas, y también el uno por ciento de la plata, del trigo, del vino y del aceite que ustedes les exigen.
—Está bien —respondieron ellos—, haremos todo lo que nos has pedido. Se lo devolveremos todo, sin exigirles nada.
Entonces llamé a los sacerdotes, y ante estos les hice jurar que cumplirían su promesa. Luego me sacudí el manto y afirmé:
—¡Así sacuda Dios y arroje de su casa y de sus propiedades a todo el que no cumpla esta promesa! ¡Así lo sacuda Dios y lo deje sin nada!
Toda la asamblea respondió:
—¡Amén!
Entonces alabaron al SEÑOR y el pueblo cumplió lo prometido.