Un día, en el mes de nisán del año veinte del reinado de Artajerjes, al ofrecerle vino al rey, como él nunca me había visto triste, me preguntó: —¿Por qué estás triste? No me parece que estés enfermo, así que debe haber algo que te está causando dolor. Yo sentí mucho miedo y respondí al rey: —¡Que viva Su Majestad para siempre! ¿Cómo no he de estar triste si la ciudad donde están los sepulcros de mis antepasados se halla en ruinas, con sus puertas consumidas por el fuego? —¿Qué quieres que haga? —preguntó el rey. Así que oré al Dios del cielo y respondí: —Si a Su Majestad le parece bien y si este siervo suyo es digno de su favor, le ruego que me envíe a Judá para reedificar la ciudad donde están los sepulcros de mis antepasados.
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