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Mateo 27:32-66

Mateo 27:32-66 NVI

Al salir, encontraron a un hombre de Cirene que se llamaba Simón y lo obligaron a llevar la cruz. Llegaron a un lugar llamado Gólgota, que significa «Lugar de la Calavera». Allí dieron a Jesús vino mezclado con hiel; pero después de probarlo, se negó a beberlo. Lo crucificaron y repartieron su ropa, echando suertes. Y se sentaron a vigilarlo. Encima de su cabeza pusieron por escrito la causa de su condena: ESTE ES JESúS, EL REY DE LOS JUDíOS. Con él crucificaron a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Los que pasaban meneaban la cabeza y blasfemaban contra él: —Tú que destruyes el Templo y en tres días lo reconstruyes, ¡sálvate a ti mismo! Si eres el Hijo de Dios, ¡baja de la cruz! De la misma manera, se burlaban de él los jefes de los sacerdotes, junto con los maestros de la Ley y los líderes religiosos. —Salvó a otros —decían—, ¡pero no puede salvarse a sí mismo! ¡Y es el rey de Israel! Que baje ahora de la cruz y así creeremos en él. Él confía en Dios; pues que lo libre Dios ahora, si de veras lo quiere. ¿Acaso no dijo: “Yo soy el Hijo de Dios”? Así también lo insultaban los bandidos que estaban crucificados con él. Desde el mediodía y hasta las tres de la tarde toda la tierra quedó en oscuridad. Como a las tres de la tarde, Jesús gritó con fuerza: — Elí, Elí, ¿lema sabactani? —que significa “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Cuando lo oyeron, algunos de los que estaban allí dijeron: —Está llamando a Elías. Al instante uno de ellos corrió en busca de una esponja. La empapó en vinagre, la puso en una vara y se la ofreció a Jesús para que bebiera. Los demás decían: —Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo. Entonces Jesús volvió a gritar con fuerza y entregó su espíritu. En ese momento, la cortina del santuario del Templo se rasgó en dos, de arriba a abajo. La tierra tembló y se partieron las rocas. Se abrieron los sepulcros y muchos creyentes que habían muerto resucitaron. Salieron de los sepulcros y, después de la resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos. Cuando el centurión y los que con él estaban custodiando a Jesús vieron el terremoto y todo lo que había sucedido, quedaron aterrados y exclamaron: —¡Verdaderamente este era el Hijo de Dios! Estaban allí, mirando desde lejos, muchas mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle. Entre ellas se encontraban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y también la madre de los hijos de Zebedeo. Al atardecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había convertido en discípulo de Jesús. Se presentó ante Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús y Pilato ordenó que se lo dieran. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en un sepulcro nuevo de su propiedad, que había cavado en la roca. Luego hizo rodar una piedra grande a la entrada del sepulcro y se fue. Allí estaban, sentadas frente al sepulcro, María Magdalena y la otra María. Al día siguiente, después del día de la preparación, los jefes de los sacerdotes y los fariseos se presentaron ante Pilato. —Señor —dijeron—, nosotros recordamos que mientras ese engañador aún vivía, dijo: “A los tres días resucitaré”. Por eso, ordene usted que se selle el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos, se roben el cuerpo y digan al pueblo que ha resucitado. Ese último engaño sería peor que el primero. —Llévense una guardia de soldados —ordenó Pilato—, y vayan a asegurar el sepulcro lo mejor que puedan. Así que ellos fueron, cerraron el sepulcro con una piedra, lo sellaron y dejaron puesta la guardia.

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