Al salir, encontraron a un hombre de Cirene que se llamaba Simón y lo obligaron a llevar la cruz. Llegaron a un lugar llamado Gólgota, que significa «Lugar de la Calavera». Allí dieron a Jesús vino mezclado con hiel; pero después de probarlo, se negó a beberlo. Lo crucificaron y repartieron su ropa, echando suertes. Y se sentaron a vigilarlo. Encima de su cabeza pusieron por escrito la causa de su condena:
ESTE ES JESúS, EL REY DE LOS JUDíOS.
Con él crucificaron a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Los que pasaban meneaban la cabeza y blasfemaban contra él:
—Tú que destruyes el Templo y en tres días lo reconstruyes, ¡sálvate a ti mismo! Si eres el Hijo de Dios, ¡baja de la cruz!
De la misma manera, se burlaban de él los jefes de los sacerdotes, junto con los maestros de la Ley y los líderes religiosos.
—Salvó a otros —decían—, ¡pero no puede salvarse a sí mismo! ¡Y es el rey de Israel! Que baje ahora de la cruz y así creeremos en él. Él confía en Dios; pues que lo libre Dios ahora, si de veras lo quiere. ¿Acaso no dijo: “Yo soy el Hijo de Dios”?
Así también lo insultaban los bandidos que estaban crucificados con él.
Desde el mediodía y hasta las tres de la tarde toda la tierra quedó en oscuridad. Como a las tres de la tarde, Jesús gritó con fuerza:
— Elí, Elí, ¿lema sabactani? —que significa “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Cuando lo oyeron, algunos de los que estaban allí dijeron:
—Está llamando a Elías.
Al instante uno de ellos corrió en busca de una esponja. La empapó en vinagre, la puso en una vara y se la ofreció a Jesús para que bebiera. Los demás decían:
—Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo.
Entonces Jesús volvió a gritar con fuerza y entregó su espíritu.
En ese momento, la cortina del santuario del Templo se rasgó en dos, de arriba a abajo. La tierra tembló y se partieron las rocas. Se abrieron los sepulcros y muchos creyentes que habían muerto resucitaron. Salieron de los sepulcros y, después de la resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos.
Cuando el centurión y los que con él estaban custodiando a Jesús vieron el terremoto y todo lo que había sucedido, quedaron aterrados y exclamaron:
—¡Verdaderamente este era el Hijo de Dios!
Estaban allí, mirando desde lejos, muchas mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle. Entre ellas se encontraban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y también la madre de los hijos de Zebedeo.