Los que se habían dispersado predicaban la palabra por dondequiera que iban. Felipe bajó a una ciudad de Samaria y les anunciaba al Cristo. Al oír a Felipe y ver las señales que realizaba, mucha gente se reunía y todos prestaban atención a su mensaje. De muchos endemoniados los espíritus malignos salían dando gritos, y un gran número de paralíticos y cojos quedaban sanos. Y aquella ciudad se llenó de alegría.
Ya desde antes había en esa ciudad un hombre llamado Simón que, jactándose de ser un gran personaje, practicaba la hechicería y asombraba a la gente de Samaria. Todos, desde el más pequeño hasta el más grande, le prestaban atención y exclamaban: «¡Este hombre es al que llaman el Gran Poder de Dios!».
Lo seguían porque por mucho tiempo los había tenido deslumbrados con sus artes mágicas. Pero cuando creyeron a Felipe, quien anunciaba las buenas noticias del reino de Dios y el nombre de Jesucristo, tanto hombres como mujeres se bautizaron. Simón mismo creyó y, después de bautizarse, seguía a Felipe por todas partes, asombrado de los grandes milagros y señales que veía.
Cuando los apóstoles que estaban en Jerusalén se enteraron de que los samaritanos habían aceptado la palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos, al llegar, oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo, porque el Espíritu aún no había descendido sobre ninguno de ellos; solamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces Pedro y Juan les impusieron las manos y ellos recibieron el Espíritu Santo.
Al ver Simón que mediante la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu Santo, les ofreció dinero y pidió:
—Denme también a mí ese poder, para que todos a quienes yo les imponga las manos reciban el Espíritu Santo.
—¡Que tu dinero perezca contigo —contestó Pedro—, porque intentaste comprar el don de Dios con dinero! No tienes arte ni parte en este asunto, porque no eres íntegro delante de Dios. Por eso, arrepiéntete de tu maldad y ruega al Señor. Tal vez te perdone el haber tenido esa mala intención. Veo que vas camino a la amargura y a la esclavitud de la maldad.
—Rueguen al Señor por mí —respondió Simón—, para que no me suceda nada de lo que han dicho.
Después de testificar y proclamar la palabra del Señor, Pedro y Juan se pusieron en camino de vuelta a Jerusalén y de paso predicaron las buenas noticias en muchas poblaciones de los samaritanos.
Un ángel del Señor dijo a Felipe: «Ponte en marcha hacia el sur, por el camino del desierto que baja de Jerusalén a Gaza». Felipe emprendió el viaje, y resulta que se encontró con un etíope eunuco, alto funcionario encargado de todo el tesoro de la Candace, reina de los etíopes. Este había ido a Jerusalén para adorar y, de regreso a su país, iba sentado en su carro leyendo el libro del profeta Isaías. El Espíritu dijo a Felipe: «Acércate y júntate a ese carro».
Felipe se acercó de prisa al carro y, al oír que el hombre leía al profeta Isaías, preguntó:
—¿Acaso entiende usted lo que está leyendo?
—¿Y cómo voy a entenderlo —contestó— si nadie me lo explica?
Así que invitó a Felipe a subir y sentarse con él. El pasaje de la Escritura que estaba leyendo era el siguiente:
«Como cordero fue llevado al matadero,
como oveja que enmudece ante su trasquilador,
ni siquiera abrió su boca.
Lo humillaron y no le hicieron justicia.
¿Quién describirá su descendencia?
Porque su vida fue arrancada de la tierra».
—Dígame usted, por favor, ¿de quién habla aquí el profeta, de sí mismo o de algún otro? —preguntó el eunuco a Felipe.
Entonces Felipe, comenzando con ese mismo pasaje de la Escritura, le anunció las buenas noticias acerca de Jesús.