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Hechos 21:17-40

Hechos 21:17-40 NVI

Cuando llegamos a Jerusalén, los creyentes nos recibieron calurosamente. Al día siguiente Pablo fue con nosotros a ver a Santiago; todos los líderes religiosos estaban presentes. Después de saludarlos, Pablo relató detalladamente lo que Dios había hecho entre los no judíos por medio de su ministerio. Al oírlo, alabaron a Dios. Luego dijeron a Pablo: «Ya ves, hermano, cuántos miles de judíos han creído, y todos ellos siguen aferrados a la Ley. Ahora bien, han oído decir que tú enseñas que se aparten de Moisés todos los judíos que viven entre los que no son judíos. Les recomiendas que no circunciden a sus hijos ni vivan según nuestras costumbres. ¿Qué vamos a hacer? Sin duda se van a enterar de que has llegado. Por eso, será mejor que sigas nuestro consejo. Hay aquí entre nosotros cuatro hombres que tienen que cumplir una promesa. Llévatelos, toma parte en sus ritos de purificación y paga los gastos que corresponden a la promesa de rasurarse la cabeza. Así todos sabrán que no son ciertos esos informes acerca de ti, sino que tú también vives en obediencia a la Ley. En cuanto a los creyentes no judíos, ya les hemos comunicado por escrito nuestra decisión de que se abstengan de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de la carne de animales estrangulados y de la inmoralidad sexual». Al día siguiente Pablo se llevó a los hombres y se purificó con ellos. Luego entró en el Templo para dar aviso de la fecha en que vencería el plazo de la purificación y se haría la ofrenda por cada uno de ellos. Cuando estaban a punto de cumplirse los siete días, unos judíos de la provincia de Asia vieron a Pablo en el Templo. Alborotaron a toda la multitud y le echaron mano, gritando: «¡Israelitas! ¡Ayúdennos! Este es el individuo que anda por todas partes enseñando a toda la gente contra nuestro pueblo, nuestra Ley y este lugar. Además, hasta ha metido a unos hombres que no son judíos en el Templo y ha profanado este lugar santo». Ya antes habían visto en la ciudad a Trófimo el efesio en compañía de Pablo, y suponían que Pablo lo había metido en el Templo. Toda la ciudad se alborotó. La gente se precipitó en masa, agarró a Pablo y lo sacó del Templo a rastras e inmediatamente se cerraron las puertas. Estaban por matarlo, cuando se le informó al comandante del batallón romano que toda la ciudad de Jerusalén estaba amotinada. Enseguida tomó algunos centuriones con sus tropas, y bajó corriendo hacia la multitud. Al ver al comandante y a sus soldados, los amotinados dejaron de golpear a Pablo. El comandante se abrió paso, lo arrestó y ordenó que lo sujetaran con dos cadenas. Luego preguntó quién era y qué había hecho. Entre la multitud cada uno gritaba una cosa distinta. Como el comandante no pudo averiguar la verdad a causa del alboroto, mandó que llevaran a Pablo al cuartel. Cuando Pablo llegó a las gradas, los soldados tuvieron que llevárselo debido a la violencia de la turba. El pueblo en masa iba detrás gritando: «¡Que lo maten!». Cuando los soldados estaban a punto de meterlo en el cuartel, Pablo preguntó al comandante: —¿Me permite decirle algo? —¿Hablas griego? —respondió el comandante—. ¿No eres el egipcio que hace algún tiempo provocó una rebelión y llevó al desierto a cuatro mil guerrilleros? —No, yo soy judío, natural de Tarso, una ciudad muy importante de Cilicia —le respondió Pablo—. Por favor, permítame hablarle al pueblo. Con el permiso del comandante, Pablo se puso de pie en las gradas e hizo una señal con la mano a la multitud. Cuando todos guardaron silencio, dijo en hebreo

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