Se llamaba Nabal y pertenecía a la familia de Caleb. Su esposa, Abigaíl, era una mujer bella e inteligente; Nabal, por el contrario, era insolente y de mala conducta.
Estando David en el desierto, se enteró de que Nabal estaba esquilando sus ovejas. Envió entonces diez de sus hombres con este encargo: «Vayan a Carmel para llevarle a Nabal un saludo de mi parte. Díganle: “¡Que tengan salud y paz tú y tu familia, y todo lo que te pertenece! Acabo de escuchar que estás esquilando tus ovejas. Como has de saber, cuando tus pastores estuvieron con nosotros, jamás los molestamos. En todo el tiempo que se quedaron en Carmel, nunca se les quitó nada. Pregúntales a tus criados y ellos mismos te lo confirmarán. Por tanto, te agradeceré que recibas bien a mis hombres, pues este día hay que celebrarlo. Dales, por favor, a tus siervos y a tu hijo David lo que tengas a la mano”».
Cuando los hombres de David llegaron, dieron a Nabal este mensaje de parte de David y se quedaron esperando. Pero Nabal les contestó:
—¿Y quién es ese tal David? ¿Quién es el hijo de Isaí? Hoy día son muchos los esclavos que se escapan de sus amos. ¿Por qué he de compartir mi pan y mi agua, y la carne que he reservado para mis esquiladores, con gente que ni siquiera sé de dónde viene?
Los hombres de David se dieron la vuelta y se pusieron en camino. Cuando llegaron ante él, le comunicaron todo lo que Nabal había dicho. Entonces David ordenó: «¡Cíñanse todos la espada!». Y todos, incluso él, se la ciñeron. Acompañaron a David unos cuatrocientos hombres, mientras que otros doscientos se quedaron cuidando el bagaje.
Uno de los criados avisó a Abigaíl, la esposa de Nabal: «David envió desde el desierto unos mensajeros para saludar a nuestro amo, pero él los trató mal. Esos hombres se portaron muy bien con nosotros. En todo el tiempo que anduvimos con ellos por el campo, jamás nos molestaron ni nos quitaron nada. Día y noche nos protegieron mientras cuidábamos los rebaños cerca de ellos. Piense usted bien lo que debe hacer, pues la ruina está por caer sobre nuestro amo y sobre toda su familia. Tiene tan mal genio que ni hablar se puede con él».
Sin perder tiempo, Abigaíl reunió doscientos panes, dos odres de vino, cinco ovejas asadas, cinco seahs de trigo tostado, cien tortas de uvas pasas y doscientas tortas de higos. Después de cargarlo todo sobre unos asnos, dijo a los criados: «Adelántense, que yo los sigo». Pero a Nabal, su esposo, no le dijo nada de esto.
Montada en un asno, Abigaíl bajaba por la ladera del monte cuando vio que David y sus hombres venían en dirección opuesta, de manera que se encontraron. David recién había comentado: «De balde estuve protegiendo en el desierto las propiedades de este hombre, para que no perdiera nada. Ahora resulta que me paga mal por el bien que le hice. ¡Que Dios me castigue sin piedad si antes del amanecer no acabo con todos sus hombres!».
Cuando Abigaíl vio a David, se bajó rápidamente del asno y se postró ante él con su rostro en tierra. Se arrojó a sus pies y dijo:
—Señor mío, yo tengo la culpa. Deje que esta sierva suya hable; le ruego que me escuche. No haga usted caso de ese malvado de Nabal, pues le hace honor a su nombre, que significa “necio”. La necedad lo acompaña por todas partes. Yo, por mi parte, no vi a los mensajeros que usted, mi señor, envió.
»Pero ahora el SEÑOR le ha impedido a usted derramar sangre y hacerse justicia con sus propias manos. Tan cierto como el SEÑOR y usted viven, esto es lo que pido: que a sus enemigos, y a todos los que quieran hacerle daño, les pase lo mismo que a Nabal. Acepte usted este regalo que su criada ha traído y repártalo entre los criados que lo acompañan.
»Yo le ruego que perdone el atrevimiento de esta sierva. Ciertamente, el SEÑOR le dará a usted una dinastía que se mantendrá firme, y nunca nadie podrá hacerle a usted ningún daño, pues usted pelea las batallas del SEÑOR. Aun si alguien lo persigue con la intención de matarlo, su vida estará protegida por el SEÑOR su Dios, mientras que sus enemigos serán lanzados a la destrucción. Así que, cuando el SEÑOR haya hecho todo el bien que le ha prometido, y lo haya establecido como gobernante de Israel, no tendrá usted que sufrir la pena y el remordimiento de haberse vengado por sí mismo, ni de haber derramado sangre inocente. Acuérdese usted de esta sierva suya cuando el SEÑOR le haya dado prosperidad».
David dijo entonces a Abigaíl:
—¡Bendito sea el SEÑOR, Dios de Israel, que te ha enviado hoy a mi encuentro! ¡Y bendita seas tú por tu buen juicio, pues me has impedido derramar sangre y vengarme con mis propias manos! Tan cierto como el SEÑOR, Dios de Israel, vive y me ha impedido hacerte mal, te aseguro que, si no te hubieras dado prisa en venir a mi encuentro, para mañana no le habría quedado vivo a Nabal ni uno solo de sus hombres.
Dicho esto, David aceptó lo que ella había traído.
—Vuelve tranquila a tu casa —añadió—. Como puedes ver, te he hecho caso: te concedo lo que me has pedido.
Cuando Abigaíl llegó a la casa, Nabal estaba dando un regio banquete. Se encontraba alegre y muy borracho, así que ella no dijo nada hasta el día siguiente. Por la mañana, cuando a Nabal ya se le había pasado la borrachera, su esposa contó lo sucedido. Al oírlo, Nabal sufrió un ataque al corazón y quedó paralizado. Unos diez días después el SEÑOR hirió a Nabal y así murió.
Cuando David se enteró de que Nabal había muerto, exclamó: «¡Bendito sea el SEÑOR, que me ha hecho justicia por la afrenta que recibí de Nabal! El SEÑOR libró a este siervo suyo de hacer mal, pero hizo recaer sobre Nabal su propia maldad».
Entonces David envió un mensaje a Abigaíl, proponiéndole matrimonio. Cuando los criados llegaron a Carmel, hablaron con Abigaíl y dijeron:
—David nos ha enviado para pedirle a usted que se case con él.
Ella se inclinó y, postrándose rostro en tierra, dijo:
—Soy la sierva de David y estoy para servirle. Incluso estoy dispuesta a lavarles los pies a sus criados.
Sin perder tiempo, Abigaíl se dispuso a partir. Se montó en un asno y, acompañada de cinco criadas, se fue con los mensajeros de David. Después se casó con él.