De pronto, un hombre en la sinagoga, que estaba poseído por un espíritu maligno, gritó: «¿Por qué te entrometes con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? ¡Yo sé quién eres: el Santo de Dios!».
Pero Jesús lo reprendió: «¡Cállate! —le ordenó—. ¡Sal de este hombre!». En ese mismo momento, el espíritu maligno soltó un alarido, le causó convulsiones al hombre y luego salió de él.
El asombro se apoderó de la gente, y todos comenzaron a hablar de lo que había ocurrido. «¿Qué clase de enseñanza nueva es esta? —se preguntaban con emoción—. ¡Tiene tanta autoridad! ¡Hasta los espíritus malignos obedecen sus órdenes!». Las noticias acerca de Jesús corrieron velozmente por toda la región de Galilea.
Después Jesús salió de la sinagoga con Santiago y Juan, y fueron a la casa de Simón y Andrés. Resulta que la suegra de Simón estaba enferma en cama con mucha fiebre. Se lo contaron a Jesús de inmediato. Él se acercó a la cama, la tomó de la mano y la ayudó a sentarse. Entonces la fiebre se fue, y ella les preparó una comida.
Esa tarde, después de la puesta del sol, le llevaron a Jesús muchos enfermos y endemoniados. El pueblo entero se juntó en la puerta para mirar. Entonces Jesús sanó a mucha gente que padecía de diversas enfermedades y expulsó a muchos demonios, pero como los demonios sabían quién era él, no los dejó hablar.
A la mañana siguiente, antes del amanecer, Jesús se levantó y fue a un lugar aislado para orar. Más tarde, Simón y los otros salieron a buscarlo. Cuando lo encontraron, le dijeron:
—Todos te están buscando.
Jesús les respondió:
—Debemos seguir adelante e ir a otras ciudades, y en ellas también predicaré porque para eso he venido.
Así que recorrió toda la región de Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando demonios.
Un hombre con lepra se acercó, se arrodilló ante Jesús y le suplicó que lo sanara.
—Si tú quieres, puedes sanarme y dejarme limpio —dijo.
Movido a compasión, Jesús extendió la mano y lo tocó.
—Sí quiero —dijo—. ¡Queda sano!
Al instante, la lepra desapareció y el hombre quedó sano. Entonces Jesús lo despidió con una firme advertencia:
—No se lo cuentes a nadie. En cambio, preséntate ante el sacerdote y deja que te examine. Lleva contigo la ofrenda que exige la ley de Moisés a los que son sanados de lepra. Esto será un testimonio público de que has quedado limpio.
Pero el hombre hizo correr la voz proclamando a todos lo que había sucedido. Como resultado, grandes multitudes pronto rodearon a Jesús, de modo que ya no pudo entrar abiertamente en ninguna ciudad. Tenía que quedarse en lugares apartados, pero aun así gente de todas partes seguía acudiendo a él.